Traducción: Valentín Huarte
Fuente: Jacobin
https://jacobinlat.com/2024/08/volver-al-futuro-2/
No hace falta perder el tiempo imaginando cómo se podría haber logrado
una utopía socialista perfecta en el pasado. Ahora mismo tenemos muchos
elementos para empezar a trabajar por un futuro socialista.
Siempre recuerdo una imagen de la
serie Volver al futuro: en la segunda película, Doc Brown
explica la «secuencia temporal de acontecimientos». Él y Marty acaban de
regresar de un viaje en el tiempo y descubren que la versión de 1985 a la que
retornaron está plagada de alteraciones inquietantes. ¿Cómo —pregunta Marty—
pudo pasar esto? Doc dibuja una línea en la pizarra y dice: «Déjame
mostrarte. Imagina que esta línea representa el tiempo». Después, mientras
dibuja una segunda línea que se separa de la primera, explica que el presente
es diferente porque algo cambió en el pasado. Marty y Doc Brown
entran en crisis. Todo indica que estaban bastante conformes con la versión
original de 1985.
Nosotros, por el contrario,
socialistas del siglo XXI, no dejamos de imaginar las líneas de tiempo
tangentes que habríamos preferido y lamentamos el destino que nos impone la
despiadada flecha del tiempo real.
Tomemos por caso el golpe militar
contra Salvador Allende. Muchos socialistas piensan que, si ese año la línea se
hubiera bifurcado en otra dirección, además de evitar una tragedia, la historia
habría dado lugar a una versión de la planificación económica mucho mejor que
los sistemas entonces vigentes en países como la Unión Soviética. Chile estaba
trabajando en el «Proyecto Cybersyn», que apuntaba a utilizar la nueva
tecnología informática para coordinar las empresas nacionales. Cybersyn no
terminó de levantar vuelo, pero si pudiéramos ver una línea de tiempo donde sí
lo hubiera hecho, esa nueva versión descentralizada de la planificación,
¿habría representado una alternativa económicamente viable a la planificación
centralizada del estilo Gosplán?
La línea también podría haber virado
en otras direcciones: ¿qué habría sucedido si Stalin no hubiese ganado la lucha
de tendencias que sepultó el Partido Comunista de la Unión Soviética en los
años 1920? La Oposición de izquierda de León Trotski defendía la
colectivización de la agricultura y el desarrollo acelerado de la industria
pesada, pero a diferencia de Stalin, los trotskistas pretendían combinar el
proceso con la restauración de la democracia obrera. El grupo organizado en
torno a Nikolái Bujarin defendía una tercera opción, semejante a lo que hoy denominaríamos
«socialismo de mercado»: el Estado seguiría controlando las instituciones
económicas más importantes, pero al mismo tiempo proveería incentivos para que
los campesinos unieran sus tierras y formaran cooperativas rurales.
En parte, estas tangentes son tan
seductoras porque nunca encontraron la oportunidad de ser puestas a prueba y,
consecuentemente, nunca nos decepcionaron. En cambio, lo que efectivamente
sucedió en nuestra «secuencia temporal de acontecimientos» fue una desilusión:
el socialismo de Estado autoritario del bloque soviético empezó a temblar en
los años 1980 y terminó colapsando casi en todas partes.
Entonces, ¿cómo hacemos para volver
al futuro? Cualquier intento sensato de imaginar una verdadera línea de tiempo
alternativa debería empezar considerando los elementos que efectivamente fueron
sometidos a una «prueba beta» en el mundo real y desplegar las consecuencias.
Sabemos, por ejemplo, que es posible que los trabajadores dirijan
democráticamente comercios y fábricas sin patrones. La federación de
cooperativas obreras de Mondragón, España, y las fábricas recuperadas de
Argentina sirven de ejemplo. También tenemos casos de gobiernos
socialdemócratas que tomaron sectores enteros de la economía, como la salud y
la educación, y los sometieron con éxito a una planificación no mercantil. El
Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña, por ejemplo, sigue siendo, encuesta
tras encuesta, la institución más popular del país. Incluso en un país
ultracapitalista como los Estados Unidos, el correo, que funciona como un
monopolio público, es una de las instituciones más populares, y Bernie
Sanders llegó a proponer que ofrezca servicios financieros a bajo costo y se
convierta en una especie de «banco obrero».
Como solía destacar el economista
archiliberal Friedrich Hayek, la «“planificación económica” es el principal
instrumento de la reforma socialista». Sin embargo, entre la premisa de que
ciertos sectores son susceptibles de una planificación centralizada, y la
conclusión de que conocemos el modo de deshacernos completamente de los
mercados, no deja de haber un salto. Hay ciertos sectores, como la salud, que
evidentemente mejoran cuando se los gestiona mediante alguna forma planificada
de distribución de recursos. Después de todo, las preferencias de los
consumidores tienen poca relevancia en un «mercado» donde los médicos suelen
ordenar a los pacientes lo que necesitan y no a la inversa. Si necesitamos con
urgencia un trasplante de corazón, es probable que no estemos dispuestos a
pedirles a los cirujanos que esperen mientras buscamos una oferta mejor.
Pero en otros sectores las señales de
precio juegan un rol muy importante y, al menos en esta etapa de la historia,
sería prematuro asumir que sabemos cómo reemplazar con supercomputadoras la
función que cumplen los mercados en la distribución.
Además, si volvemos a nuestra línea
de tiempo real, sabemos demasiado bien que hubo casos de planificación
infructuosos. En palabras de Seth Ackerman, editor de Jacobin, los
ciudadanos de países como la Unión Soviética y Alemania del Este «vivieron la
escasez y la mala calidad y uniformidad de sus productos, no como meros
inconvenientes, sino como una violación de sus derechos fundamentales».
Ackerman cita los reclamos que presentaban los residentes de Alemania del Este
contra su gobierno:
¡No podemos hablar del ser humano
como centro de la sociedad socialista si tengo que ahorrar durante años para
comprar un Trabant y después no puedo usarlo por más de un año debido a la
escasez de repuestos!
Otro escribió: «Me da náuseas leer en
la prensa socialista frases como “máxima satisfacción de las necesidades” o […]
“todo sea en beneficio del pueblo”». Es fácil hacer caso omiso de estas
quejas cuando nunca se vivió en las mismas condiciones que esa gente. Dados los
horrores del capitalismo, ¿a quién le importa si la planificación no produce
suficientes bienes de consumo?
Pero razonando así estaríamos
cometiendo un error, al menos por dos motivos. En primer lugar, estaríamos
ignorando el profundo enojo que manifestaban los trabajadores de esos países,
que entendían que las condiciones de pobreza eran una evidencia del desinterés
que tenían sus gobiernos en el bienestar popular. En segundo lugar, más allá de
lo que pensemos que pudo haber pasado, el hecho es que esta frustración fue una
de las principales causas por las que los trabajadores de esos países no
lucharon en defensa de sus «Estados obreros» cuando estos colapsaron. Si no
queremos repetir la historia, tenemos que prestar más atención.
Como marxistas antiestalinistas solemos
decirnos que todos los problemas que plagaron el bloque soviético tuvieron su
origen en la falta de democracia. Ahora bien, aunque no cabe duda de que ese
fue un problema importante, no fue el único.
Imaginemos que la Oposición de
izquierda hubiera tomado el control de la Unión Soviética a fines de los años
1920. Ahora asumamos hipotéticamente el siguiente escenario: estamos en una
tangente que combina el modelo económico soviético que conocimos en nuestra
«secuencia temporal de acontecimientos» con un sistema electoral
multipartidista y con libertad de prensa. Supongamos que un partido determinado
ganara las elecciones del Sóviet Supremo ese año, formara un gobierno y
designara al nuevo director del departamento de planificación centralizada
(Gosplán).
Definitivamente, esta versión de la
Unión Soviética sería mejor en muchos sentidos: la preocupación por el voto
campesino no habría llevado a los dirigentes soviéticos a vender trigo
ucraniano en el mercado externo con el fin de comprar maquinaria industrial
pesada en medio de una hambruna que estaba matando a millones de ucranianos.
Pero las frustraciones cotidianas que
manifestaban los consumidores soviéticos en los años 1980 habrían permanecido
sin respuesta. Incluso en el mejor de los mundos posibles, con una especie de
Cybersyn soviético, no se habría podido resolver el problema de fondo.
Imagínense: los consumidores pasarían mucho tiempo llenando encuestas que
buscarían predecir sus preferencias futuras; los directores de fábricas
pasarían la misma cantidad de tiempo llenando informes
sobre inputs y outputs de producción, y todos esos datos
serían traducidos a tarjetas perforadas emitidas por el Gosplán.
El problema es que, por más
sofisticado que hubiera sido el tratamiento de la información, los outputs solo
serían tan buenos como los inputs, y la adecuación entre las predicciones
de una persona sobre sus preferencias de consumo y las preferencias reales que
definiría en el curso de duración de un período del plan es al menos dudosa.
Además, los directores de las empresas habrían tenido incentivos poderosos para
falsear los números —como sucedía tan a menudo en «nuestra» Unión Soviética— y
eso habría destruido información valiosa y necesaria para la planificación.
El punto en este ejercicio mental no
es decir que al fin y al cabo no había alternativa. En cambio, el objetivo es
mostrar que no tenemos que empezar con la noble expectativa de que estos
experimentos habrían resultado en un éxito completo para proponer una
perspectiva socialista tentadora y realista. La historia de nuestra propia
línea de tiempo nos enseña que es posible planificar amplios sectores de una
economía próspera sin recurrir al mercado. También sabemos que la democracia
obrera en los lugares de trabajo no conduce necesariamente a la ruina
económica.
Si la federación de Mondragón o las
cooperativas de la región de Emilia-Romaña en Italia sobreviven a la
competencia de largo plazo con empresas capitalistas normales, está claro que
empresas estructuradas de forma similar en una economía socialista, donde solo
deberían competir unas con otras, podrían funcionar de manera adecuada. Los
préstamos de bancos nacionalizados podrían reemplazar el rol de la inversión
privada. También en ese caso, nuestra «secuencia temporal de acontecimientos» nos
brinda precedentes alentadores: la historia abunda en ejemplos de bancos de
desarrollo estatales que operan en economías capitalistas de países más o menos
desarrollados.
De hecho, la carga de la prueba debe
caer sobre nuestros detractores: son ellos los que deben mostrar por qué
radicalizar el funcionamiento coordinado de los elementos de la economía
efectivamente socializados y planificados con éxito en la actualidad conduciría
al desastre. Sabiendo lo que sabemos del capitalismo, solo una pérdida de eficiencia
improbable y catastrófica habilitaría la conclusión de que la transición al
socialismo es una apuesta que no conviene hacer.
Como mostró Sam Gindin, la mayoría de
las ventajas potenciales del socialismo sobre el capitalismo están
completamente separadas de la cuestión de la eficiencia:
bajo el capitalismo, el desempleo es
un arma que sirve para disciplinar a los trabajadores, mientras que para los
socialistas representa un desperdicio sin matices. Acelerar el ritmo del
trabajo es un plus para la eficiencia de las empresas, pero es algo negativo
desde el punto de vista de los trabajadores. El tiempo que consumimos en
deliberaciones democráticas representa un costo sin valor añadido para los
empleadores capitalistas, pero es una prioridad para los socialistas. Los
empleadores capitalistas piensan que la reducción de las horas de trabajo de
los trabajadores de tiempo completo es una caja de Pandora que conviene no
abrir. Pero para los trabajadores es una razón fundamental para mejorar la
productividad.
Eso no significa que un socialismo
viable no esté obligado a coordinar la producción y las necesidades de los
consumidores mejor que el Gosplán. Pero es tan innecesario insistir en la
eficiencia relativa del socialismo frente al capitalismo como fue para los
abolicionistas demostrar que el trabajo libre produciría exactamente la misma
cantidad de algodón que el trabajo esclavo. Todo lo que tenemos que hacer es
mostrar que una parte de la eficiencia perdida será compensada por las
conquistas democráticas, la satisfacción de necesidades humanas y la
realización de un potencial hoy desaprovechado. Y en ese debate estamos
condenados al éxito.
Ben Burgis es profesor de filosofía y autor de Give Them An Argument:
Logic for the Left. Es presentador del podcast Give Them An Argument.
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