Fuente Jacobin
https://jacobinlat.com/2024/08/luces-y-sombras-de-la-via-democratica-al-socialismo-2/
El debate sobre la estrategia ha resurgido en los últimos años, y la
llamada «vía democrática al socialismo» cobra centralidad como enfoque
alternativo tanto a la socialdemocracia como al leninismo. Pero no debemos
dejar que sus virtudes nos hagan pasar por alto algunas de sus importantes
debilidades.
La estrategia socialista en Occidente
sufre un déficit histórico cuyo origen último es la ausencia de triunfos
revolucionarios en los países capitalistas avanzados. Esta ausencia produjo una
brecha entre las referencias estratégicas predominantes en la izquierda
marxista, provenientes de las revoluciones exitosas en países periféricos, y
las formas de la dominación política realmente existente en el capitalismo
occidental. Como observó Perry Anderson: «El Estado representativo que había
surgido gradualmente en Europa occidental, Norteamérica y Japón, después de la
compleja cadena de revoluciones burguesas cuyos episodios finales databan
solamente de finales del siglo XIX, era todavía un objeto político bastante
desconocido para los marxistas cuando tuvo lugar la revolución bolchevique».
El siglo XX vino acompañado de una
progresiva «occidentalización» del mundo. En consecuencia, el problema de la
estrategia socialista en Occidente, que a inicios del siglo XX se reducía a un
puñado de países industrialmente avanzados, se extiende hoy a gran parte de la
periferia capitalista. Es necesario, entonces, formular un enfoque estratégico
que se corresponda con un mundo donde mayoritariamente se consolidó un Estado
complejo y ramificado en la sociedad civil, en el que la burguesía tiene una
fuerza social muy superior a la de los países que vivieron triunfos
revolucionarios (Rusia, China, Vietnam, Cuba), en el que prevalece un contexto
de legalidad para la lucha política e impera la democracia liberal como
mecanismo de metabolización estatal de demandas sociales.
En los últimos años, una ola de
amplias movilizaciones sociales y la irrupción de fuerzas de izquierda que
disputan electoralmente el gobierno (Grecia, España, América Latina) han
conducido a un relanzamiento parcial del debate estratégico. La discusión en
curso se desarrolla en lo fundamental por medio de una polarización entre una
«vía democrática al socialismo» y el tradicional enfoque «insurreccional» que
remite a Lenin y Trotski. Dos «modelos» alternativos que parecen oponerse término
a término: la vía de acceso al poder (electoral o insurreccional), el tipo de
partido necesario (partido de masas o partido de vanguardia), el tipo de
polarización política que se prevé (un conflicto que desgarra por dentro al
Estado o un combate entre el Estado y un contra-Estado exterior) y el tipo de
régimen político posrevolucionario (radicalización de la democracia
parlamentaria o democracia soviética).
Pese a cualquier mérito de las
reflexiones actuales, la discusión reproduce bastante puntualmente los términos
del debate de los años 1970, probablemente la última gran polémica sobre el
Estado y la revolución en Occidente. En aquellos años, fueron centrales las
discusiones en torno al giro eurocomunista, el descubrimiento del pensamiento
de Gramsci más allá de su país natal y el impacto de las experiencias de la
Unidad Popular chilena y la revolución portuguesa, ambas alejadas de los
cánones clásicos. En ese contexto surgieron obras significativas, como las de
Nicos Poulantzas y Ralph Miliband sobre la teoría marxista del Estado, el
eurocomunismo de izquierda representado por figuras como Christine
Buci-Glucksmann o Pietro Ingrao, así como los ensayos críticos de Perry
Anderson y Ernest Mandel contra el eurocomunismo, el debate alemán de la derivación
del Estado o los enfoques neofrankfurtianos de Habermas u Offe.
Hoy no tenemos todavía obras
equivalentes. Tal vez la falta de avance respecto a la discusión de los años
1970 sea un síntoma de un impasse que está en «las cosas mismas». Porque, por
un lado, efectivamente la dinámica de los procesos actuales de radicalización
social y política adquieren los contornos que prevé la hipótesis de la vía
democrática: las luchas sociales de amplitud no conducen a la irrupción
volcánica de soviets de obreros y soldados, sino que, por lo general, colocan
en el horizonte la posibilidad de un gobierno de izquierda en el marco del
Estado capitalista. Pero, por otro, estas experiencias se estrellan
sucesivamente contra los mismos obstáculos: la capitulación socialdemócrata de
las direcciones (Austria, Suecia, Portugal, Francia, Brasil, Grecia) o la
incapacidad para responder a la reacción de las clases dominantes (Chile). La
acumulación de experiencias fallidas es demasiado voluminosa como para que
podamos simplemente ignorarla y esperar tener mejor suerte en la próxima
ocasión.
Siendo esta la situación, la
polarización que divide las corrientes de opinión convencionales es previsible.
Los críticos insurreccionalistas de la «vía democrática» cuestionan la
tendencia de las fuerzas electorales de izquierda a capitular ante las clases
dominantes, y cuentan con numerosa evidencia a su favor. Los «socialistas
democráticos», por su parte, suelen recordar la constatación de Carmen Siriani
de que no solo no hay revoluciones exitosas en países democráticos sino que en
una democracia capitalista la idea de una insurrección armada contra el
Gobierno nunca logró más que un apoyo muy minoritario en la clase trabajadora,
incluso en momentos de intensa agitación social. No hay vías democráticas
exitosas, pero insurrecciones ni siquiera las hay fracasadas.
Lamentablemente, observado el
problema sin autoengaños o falsos optimismos es necesario reconocer la razón,
hasta cierto punto, de ambas posiciones. La situación se parece entonces a la
de un callejón sin salida estratégico. En las siguientes líneas, intentaré
formular un punto de partida para un enfoque parcialmente alternativo a los
grandes bloques de opinión. Defenderé las siguientes hipótesis
interrelacionadas:
La constatación de Sirianni es
indudablemente correcta: en una democracia capitalista, la idea de una
insurrección armada contra el Gobierno nunca ha tenido una adhesión
significativa, ni siquiera de forma simbólica. Por lo tanto, no es razonable
esperar que las revoluciones de nuestro siglo sean similares a las del período
1917 a 1921.
En un plano teórico, la tradición
insurreccionalista adolece de un déficit fundamental en su comprensión del
Estado y la democracia capitalistas, lo que conduce al objetivo estratégico de
«aplastar» todo el Estado y a la expectativa de su progresiva extinción.
Existe una coincidencia con fuertes
consecuencias políticas entre la tradición leninista tradicional y la crítica
«socialista democrática» en la innecesaria identificación entre la dirección de
un proceso de cambio radical y los órganos políticos de un eventual régimen de
transición al socialismo (soviets, parlamento, etcétera).
Los defensores de la «vía
democrática» (paradigmáticamente Nicos Poulantzas) suelen ser partidarios de
una concepción sociocéntrica, según la cual el Estado se reduce a una
condensación de relaciones de fuerza sin poder propio. Al restarle agencia, el
problema de la disputa estratégica por el control del Estado tiende a
desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona
sobre él, lo que conlleva el rechazo a toda forma de dualidad de poder.
De las consideraciones anteriores, se
sigue la necesidad de repensar un enfoque estratégico adaptado a una democracia
capitalista consolidada, lo que implica asignar una importancia central a la
lucha política dentro de las instituciones democráticas, pero también repensar
un concepto de dualidad de poder despojado de algunas connotaciones
innecesarias que se le asignaban en la tradición insurreccionalista.
Democracia y revolución
Existe una noción ampliamente
compartida, aunque a menudo de forma tácita: la de identificar el órgano de
dirección política de un proceso revolucionario con las instituciones de un
régimen político posrevolucionario, sean soviets, parlamento o partido. Esta
identificación aparece paradigmáticamente en la concepción de Lenin de los
consejos: los soviets no son solamente los instrumentos de movilización de las
masas en el marco de una crisis revolucionaria, sino también los embriones del
nuevo Estado proletario. En los autores que se diferenciaron del sovietismo
ruso (como Kautsky, los austromarxistas y los eurocomunistas) el razonamiento
es similar: el parlamento o el Gobierno ejecutivo, dominado por los
socialistas, debe dirigir el proceso político, en todo caso apoyado en la
movilización social.
Esta idea se suele aceptar
transversalmente sin suficiente examen, y sin evaluar las consecuencias
políticas que conlleva. En mi opinión, contra lo que los partidarios de la vía
democrática e insurreccionalistas han considerado, no tiene porqué haber unidad
entre la dirección en un proceso revolucionario y el poder político socialista
posterior. La historia muestra que no ha habido tal continuidad en experiencias
concretas.
En un proceso revolucionario, emergen
organismos de autoorganización que movilizan y agrupan a las masas (consejos,
asambleas, comités de fábrica). Aunque una revolución triunfante necesita un
apoyo social masivo, los órganos que dirigen el proceso se basan siempre en un
sector activo de vanguardia. Por lo tanto, la naturaleza progresiva de estos
órganos y su carácter democrático son inseparables del desarrollo de una crisis
revolucionaria. Una revolución puede ser «el más gigantesco acto democrático»
(Trotsky) en la medida en que un sector amplio de las clases populares se
vuelca a la acción política y destruye el viejo orden. Sin embargo, esta es la
dinámica de una insurrección de masas, no la de un régimen político. Un poder
político democrático y estable requiere legitimación social igualitaria; no
puede depender del hiperactivismo de un sector de vanguardia, y mucho menos del
hiperactivismo permanente de toda la sociedad.
Entonces, la imprescindible
emergencia durante una crisis revolucionaria de organismos de autoorganización
no hace de ellas necesariamente órganos de gobierno. De su vínculo indisociable
al momento de auge revolucionario se sigue que estos órganos tienen una
existencia transitoria. Su vitalidad depende de una atmósfera política
efervescente y extraordinaria, obviamente provisoria. De hecho, si
examinamos la experiencia histórica de manera honesta y rigurosa, se puede
observar con claridad que nunca desempeñaron sistemáticamente un papel
gubernamental. Ni siquiera en la Rusia del período 1917-1923, como se puede
constatar fácilmente en el progresivo vaciamiento de los soviets y en la
abrupta desafección política que siguió a la Revolución de Octubre.
Sin embargo, de esta constatación no
se deduce, como argumentaron Poulantzas y otros autores de la «vía
democrática», que la polarización política característica de un proceso de
cambio pueda prescindir de órganos de doble poder durante un periodo de ruptura
anticapitalista. Las instituciones de doble poder tienen un papel estratégico
que cumplir, aunque no necesariamente deban ser entendidas como órganos
protoestatales.
Estado y estrategia socialista en
Poulantzas
En Estado, poder y socialismo,
Poulantzas postula que el Estado debe analizarse en términos análogos a la
conceptualización del capital de Marx. Al igual que el capital, el Estado no es
una cosa o un instrumento sino una relación social. O, más precisamente, es «la
condensación material de una relación de fuerza entre clases». El Estado
cristaliza la hegemonía estructural de las clases dominantes pero también las
luchas y la fuerza de las clases dominadas. El Estado capitalista no es una
fortaleza a conquistar como si se tratara de un territorio extranjero. La
relación entre el Estado y las clases populares no es de completa exterioridad:
las clases populares y sus luchas están presentes en él de diferentes maneras,
inscribiendo sus conquistas en las formas institucionales y en las políticas
públicas (libertades democráticas, derechos sociales, etcétera). El Estado no
es simplemente un «vigilante nocturno» o una «banda de hombres armados» sino
una estructura capilarizada en la sociedad civil y sensible a las
contradicciones sociales y a las relaciones de fuerza entre las clases.
Esta conceptualización del Estado da
lugar a un nuevo marco estratégico que rompe con la tradición leninista del
doble poder. La «vía democrática al socialismo» propone una estrategia dual que
opera tanto dentro del aparato estatal, concebido como un «campo estratégico»,
como en la lucha de masas. La concepción leninista de un «contra-Estado» obrero
dependía de ver al Estado como un mero instrumento de las clases dominantes. En
contraste, entender el Estado como una «condensación» implica abordar la
estrategia socialista como un proceso que involucra tanto la conquista de
posiciones dentro de él —incluyendo el acceso al gobierno mediante elecciones—,
como el desarrollo de movilizaciones de masas y experiencias de autogestión que
ejerzan presión desde la base para una transición hacia el socialismo. Este
proceso prolongado no evitará enfrentamientos ni momentos de ruptura.
¿Tiene el Estado poder propio?
Apesar de los méritos de esta
reelaboración, existen problemas teóricos y políticos que deben abordarse.
Para Poulantzas, el Estado tiene una autonomía «relativa» a una condición
invariante: la determinación «en última instancia» de la economía. Esto
inscribe a Poulantzas en la larga lista de teorías que Michael Mann llama
«reduccionistas», la tendencia común de teorías liberales, pluralistas y
marxistas a reducir el Estado «a estructuras preexistentes en la sociedad
civil», en este caso al poder de la clase dominante.
El carácter relativo de la
autonomía estatal fue entendido tradicionalmente en el marxismo como una forma
de protección última de la ortodoxia. Admitir un poder autónomo del Estado, es
decir, no sometido a una «última instancia», se considera idéntico a la
concepción reformista de la socialdemocracia que hace del Estado una entidad
neutral, árbitro de la competencia entre grupos sociales. Cualquier
autonomía tout court —o una reconceptualización del concepto de
«autonomía relativa» que no remita a la «determinación en última instancia»—
nos desplazaría hacia una problemática reformista-pluralista en la que las
diferentes clases pueden ejercer una influencia igualitaria en el Gobierno y el
Estado es capaz de regular los desequilibrios económicos o sociales generados
por el capital.
Así lo reconoció Poulantzas en su
última entrevista, con Stuart Hall y Alan Hunt: «Yo mismo no estoy en absoluto
seguro de que sea correcto ser marxista, uno nunca está seguro. Pero si se es
marxista, el papel determinante de las relaciones de producción, en un sentido
muy complejo, debe significar algo; y si lo hace, solo se puede hablar de
“autonomía relativa”, esta es la única solución». Como lo muestra su célebre
polémica con Ralph Miliband en las páginas de la New Left Review, para
Poulantzas esto significa que el Estado no tiene un poder propio. Las
instituciones estatales «no pueden sino ser referidas a las clases sociales que
detentan el poder» o, dicho de otro modo, el Estado es «un lugar y un centro de
ejercicio del poder, pero sin poseer poder propio».
Al reducir el «poder de Estado» al
«poder de clase», Poulantzas encuentra muchas dificultades para afirmar simultáneamente
la autonomía relativa y el carácter estructuralmente capitalista del Estado.
Por su apego al concepto de autonomía relativa como una forma de retener el
carácter de clase del Estado, Poulantzas fracasa en determinar la forma
concreta en que el Estado capitalista cumple efectivamente su papel de clase
preconcebido. En realidad, el concepto de autonomía relativa de Poulantzas es
un obstáculo y no un recurso para establecer el vínculo estructural entre el
Estado y el capital.
Contra lo que indica una
interpretación generalizada, un análisis que afirme la autonomía estatal como
algo irreductible al poder de clase puede sentar las bases estructuralmente
capitalistas del Estado sobre fundamentos más seguros. En este punto el enfoque
de Fred Block parece mejor encaminado. Block afirma que los «gerentes
estatales» tienen una autonomía efectiva, no reductible al poder de clase. Pero
la inserción del Estado en la economía capitalista los obliga, por sus mismos
intereses, a buscar condiciones propicias para la reproducción de capital. El
monopolio privado sobre la inversión crea una presión objetiva sobre las
autoridades políticas a promover normas favorables a los intereses
capitalistas. El riesgo de la huelga de inversiones y la fuga de capitales, con
sus efectos desestabilizadores sobre la política y el Gobierno, los presiona a
mantener un «buen clima de negocios». La autonomía del poder estatal no es
contradictoria con su carácter de clase, que depende fundamentalmente de su
inserción en relaciones capitalistas de producción.
El rechazo de Poulantzas a la
distinción del poder de clase y poder de Estado como un intento de reserva ante
el reformismo nos conduce a un callejón sin salida. Al restarle agencia al
Estado, el problema de la disputa estratégica por su control tiende a
desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona
sobre él. Inevitablemente, su expectativa es que la presión social conduzca a
la radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias.
Poulantzas continúa, entonces, el
análisis clásico que considera al carácter relativo de la «autonomía relativa»
un límite que permite establecer el carácter de clase del Estado. Sin embargo,
mirado atentamente, puede observarse aquí una curiosa complicidad entre una reserva
ortodoxa en la teoría y un «giro a la derecha» en la política. Si Poulantzas
tuviera razón, ¿cómo valorar la experiencia histórica, que parece mostrar que
la movilización popular exterior al Estado, por muy intensa que sea, siempre se
topa con el margen de libertad que toda dirección política dispone y utiliza?
¿No se trata del efecto último del poder propio del Estado? ¿El
precio que paga Poulantzas por su concepto del Estado como condensación no es
disminuir la disputa propiamente política entre proyectos estratégicos
antagónicos? Para tomar un ejemplo clásico, la revolución de noviembre de 1918
en Alemania, que concluye con los socialdemócratas mayoritarios en el poder y
Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht asesinados por los freikorps al
mando del socialdemócrata Noske, ¿fracasó por falta de presión desde abajo
sobre el gobierno de Ebert o porque los socialdemócratas se hicieron con el
poder con el objeto de contener la revolución y utilizaron el Estado con ese
objetivo?
Poulantzas no ignora el problema del
reformismo. En sus términos puede adquirir dos formas: la de la capitulación de
las direcciones («socialdemocratización») o la de la típica incapacidad
reformista de enfrentar la reacción de las clases dominantes (el caso de
Allende). Sin embargo, la respuesta que encuentra a estos riesgos es la
existencia de un «amplio movimiento popular» que presione por la base.
Poulantzas llega con pocas palabras a la evaluación de los riesgos más serios
de la estrategia socialista. Escribe:
No se puede afrontar aquí este
peligro más que apoyándose activamente en un amplio movimiento popular. Digamos
las cosas claramente: en todo caso, y frente a la estrategia «vanguardista» del
doble poder, la realización de esta vía y de los objetivos que comporta, la
articulación de los dos procesos que aspira a evitar el estatismo y el impasse
socialdemócrata, suponen el apoyo decisivo y continuo de un movimiento de masas
basado en amplias alianzas populares. (…) Si este movimiento desplegado y
activo (la revolución activa, decía Gramsci, en oposición a la revolución
pasiva) no existe, si la izquierda no consigue suscitarlo, nada podrá impedir
la socialdemocratización de esta experiencia (…) Este amplio movimiento popular
constituye una garantía frente a la reacción del adversario, aun cuando no sea
suficiente y deba ir siempre unido a transformaciones radicales del Estado.
Luego agrega que este movimiento
popular puede cumplir su papel solo en la medida en que no pretenda
erigirse como un centro político alternativo que desafíe al Estado, es decir,
como doble poder. El poder popular debe autolimitarse a ser un factor de
presión sobre el Estado. Su rechazo a la dualidad de poder es una consecuencia
natural de su definición del Estado como condensación sin poder autónomo. No se
trata de que la emergencia de un doble poder sea improbable en una democracia
consolidada, sino que es sencillamente indeseable. Sobre esto, afirma
categóricamente:
una situación de doble poder, incluso
entre dos poderes de izquierda, no se parece en nada a un juego de poderes y de
contrapoderes que se equilibran mutuamente para mayor bien del socialismo y de
la democracia. Esta situación conduce rápidamente a una oposición abierta entre
los dos, con riesgo de eliminación de uno en favor del otro. En uno de los casos
el resultado es la socialdemocratización (el caso de Portugal), en el otro
(eliminación de la democracia representativa) no es la extinción del Estado y
el triunfo de la democracia directa, sino, aun plazo más o menos largo, una
dictadura autoritaria de nuevo tipo.
Poulantzas razona aquí de una manera
análoga a la tradición insurreccionalista al identificar los órganos de
dirección de un proceso revolucionario y la institucionalidad de un poder
político socialista, aunque modificando las valoraciones. Si el Estado
capitalista incluye conquistas políticas que es necesario conservar en un
futuro poder político socialista, principalmente la democracia representativa
(parlamento, sufragio universal, multipartidismo, libertades democráticas,
etcétera), esto significa, en su opinión, que estas instituciones deben liderar
el proceso de transformación. En cambio, delegar la dirección en un órgano
extraestatal no significa «el triunfo de la democracia directa» sino la
«eliminación de la democracia representativa», y «a un plazo más o menos largo,
una dictadura autoritaria de nuevo tipo». Al igual que la tradición
insurreccionalista, Poulantzas deduce que si durante el proceso revolucionario
se delega la conducción a un órgano de «democracia directa», esta lógica se
impondrá a todo el régimen político posterior, pero no se trataría de una
democracia de base sino de una nueva «dictadura autoritaria».
Los organismos que emergen y toman el
control de la situación política en una situación revolucionaria tienen impacto
en la vida política e institucional posterior. Pero la heterogeneidad de la
experiencia histórica no admite el tipo de fatalismo que sugiere Poulantzas y
que recuerda a las críticas de Kautsky a la revolución rusa. Podemos
pensar en el Comité Central de la Guardia Nacional francesa, que encabeza la
insurrección en 1871 y luego dimite en favor de la Comuna de París; o en la
revolución de febrero y de octubre en Rusia, con sus diferentes relaciones
entre soviets, Gobierno provisional y Asamblea Constituyente (la combinación de
soviets y Asamblea Constituyente fue defendida por buena parte de la dirección
bolchevique antes y después de la revolución). Aunque Poulantzas no hace
ninguna mención a la cuestión, el ejemplo histórico más relevante que desmiente
su fatalismo es el de las propias revoluciones burguesas que tuvieron como
corolario la emergencia de las instituciones liberales y republicanas. No hubo
«vía democrática» a las instituciones democráticas del Estado capitalista.
Debemos a Poulantzas un avance decisivo
hacia una concepción relacional y no instrumental del Estado. Pero el proceso
históricamente inédito de «desimbricación» de las relaciones sociales que da
lugar al Estado moderno (es decir, la separación del Estado y la economía como
ámbitos independientes) confiere una autonomía real al poder estatal —y, por lo
tanto, a las direcciones políticas que lo dirigen—, lo que implica que el
Estado nunca es presa de relaciones de fuerza exteriores, sino
que actúa sobre ellas, del mismo modo en que es constituido por ellas.
Si el Estado es solamente la condensación de relaciones de fuerza entre las
clases, «una condensación no puede ejercer poder» (Block). Comprender la
legalidad y la dinámica propias del nivel de lo político nos devuelve al terreno
de la lucha entre proyectos estratégicos antagónicos. Y, en último
término, al problema del reformismo.
Repensar la dualidad de poder en un
nuevo marco estratégico
Si abandonamos el rechazo
poulantziano al poder autónomo del Estado, la cuestión del doble poder adquiere
una nueva luz. Si el Estado nunca se comporta como un simple reflejo de las
relaciones de fuerza, puede actuar en reacción contra ellas hasta el punto de
quebrarlas. O bien porque mantiene un núcleo irreductible del aparato represivo
del Estado, incluso en los casos en que se debilita o desarticula, o bien, como
es más usual, porque utiliza su poder autónomo para contener políticamente una
situación crítica. El papel de la socialdemocracia lo demuestra en innumerables
ocasiones: República de Weimar, revolución portuguesa, etcétera.
Como es claro, Poulantzas no rechaza
la centralidad de la movilización popular. Tampoco adhiere a algún tipo de
gradualismo reformista, contra lo que han señalado rutinariamente muchos de sus
críticos insurreccionalistas. Lo que rechaza, más bien, es
la centralización de los órganos de democracia de base y su
transformación en un punto concentrado de poder popular independiente. Entiende
bien las consecuencias de la centralización en contextos de ascenso revolucionario.
Cuando se procede a centralizar los organismos de autoorganización emerge un
poder que puede tomar la iniciativa, se dota de independencia y aparece como un
centro político alternativo, es decir, se configura una situación de dualidad
de poder, que no solo ejerce presión sobre el gobierno sino que puede disputar
la dirección del proceso político.
La utilidad histórica efectiva que
han mostrado los órganos de doble poder es su capacidad para expresar mejor las
relaciones de fuerza en el marco de un ascenso revolucionario. Las viejas
instituciones resisten o amortiguan el impacto de un cambio abrupto en las
relaciones de fuerza. Un enorme poder social puede expresarse por medio de
revueltas, movilizaciones o explosiones sociales. Pero si esa fuerza social no
se centraliza en algún tipo de institucionalidad que pueda decidir actuar en
conjunto, la más impetuosa movilización social puede volatilizarse, y toda la
iniciativa queda en manos de las instituciones y las organizaciones
preexistentes.
El Estado (sobre todo su cúspide: el
Gobierno ejecutivo, el parlamento, la alta burocracia) es por regla el espacio
donde las presiones a la adaptación y la capitulación son más fuertes. En
cambio, un poder que viene de abajo, basado en la participación masiva de
sectores populares, permite expresar más directa y claramente los cambios
rápidos de las masas, la alteración de las relaciones de fuerza y modificar así
el equilibrio entre las corrientes moderadas, que tienen más peso en los
órganos estatales, y las radicales, que tienden a abrirse paso en los
organismos de autoorganización.
Algunos ejemplos históricos pueden
ilustrar este punto con mayor claridad. En los años 1920, a partir de la
revolución alemana, la Internacional Comunista formuló un enfoque estratégico
bastante similar a la «vía democrática». En la Alemania de 1923, los gobiernos
regionales electos dirigidos por la socialdemocracia (SPD) y el Partido
Comunista (KPD), junto con el asedio burgués que se desató sobre ellos,
sirvieron de impulso para la lucha revolucionaria. En la ciudad de Chemnitz se
realizó entonces una conferencia de los consejos obreros de Sajonia. Existía un
embrión de poder dual que podía tomar la iniciativa de la insurrección. Sin
embargo, el SPD, que participaba minoritariamente en los consejos pero tenía un
peso mayoritario en el gobierno, reclamó que la conferencia no se atribuyera
potestades que correspondían al parlamento. El KPD decidió subordinar la
posibilidad de la insurrección a un acuerdo unitario que nunca se consiguió, y
la revolución alemana fracasó.
Si bien existía un embrión de
autoorganización —y allí el KPD tenía más peso que el SPD— se frustró la
dinámica por la autolimitación y la delegación («poulantziana», se podría
decir) en las competencias del gobierno regional. Los reformistas, aun de
izquierda, no estaban dispuestos a encabezar la insurrección, ni tampoco a
delegar en un órgano de poder alternativo esa iniciativa. Al saber que el KPD
no estaba dispuesto a avanzar en solitario, se supieron en dominio de la
situación. En la medida en que el adversario es consciente de que conserva la
última palabra, la capacidad de presión sobre él disminuye abruptamente. En
cambio, si la presión se inscribe en un principio de desborde o desafío desde
abajo de su control, la situación cambia y la dirección amenazada puede verse
obligada a acompañar la radicalización en curso. Por eso la autolimitación
«poulantziana» es el mayor obstáculo, incluso para la táctica de presión sobre
las direcciones hegemónicas que postula Poulantzas.
Algo similar ocurrió en el fracaso de
la revolución española, sobre todo en la experiencia catalana entre julio y
septiembre de 1936. En aquel momento, el POUM accedió a entrar al gobierno de
la Generalitat encabezado por el Frente Popular español y procedió,
sorprendentemente por medio de Andreu Nin, a la disolución del Comité Central
de Milicias. El levantamiento de julio de 1936 contra el golpe fascista había
dado lugar a formas de autoorganización: los comités de milicias locales y el
Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA). En tanto órganos unitarios,
todas las corrientes tenían presencia allí, incluyendo las corrientes
reformistas. Pero al igual que en la conferencia de Chemnitz, las corrientes
reformistas —incluso la Esquerra Republicana, la famosa «sombra» de la
burguesía— tenían poca influencia en esos órganos, mientras que en
el Govern ejercían el mando. La decisión del POUM y Nin de aceptar la
disolución del CCMA liquidó la posibilidad de contar con un poder alternativo
capaz de superar las vacilaciones del Govern.
El patrón se repite: en los
organismos de autoorganización las corrientes radicales encuentran un eco más
propicio y se refleja mejor el cambio de relaciones de fuerza y la radicalidad
de las masas en un momento de conflicto revolucionario. En cambio, por
«arriba», las tendencias a la moderación, la adaptación y la influencia de los
reformistas son más fuertes. En un contexto de este tipo, cuando se subordina
el «abajo» al «arriba», incluso bajo la forma de la presión de uno sobre otro,
el control de los reformistas sobre el proceso queda en general garantizado.
A modo de conclusión: una vía
revolucionaria al socialismo democrático
Las críticas al enfoque
insurreccionalista que se centran en su inviabilidad política en contextos de
democracias liberales consolidadas me parecen esencialmente correctas. La idea
de una crisis rápida por colapso de la autoridad estatal que sea aprovechada
por una insurrección armada no se repitió nunca exitosamente cien años después
de la Revolución de Octubre. Como se sigue de las intuiciones de Gramsci, el
marco en el que hay que situar toda estrategia socialista en Occidente, al
menos por el momento, es el de un Estado complejo y ramificado en la sociedad
civil, una democracia capitalista consolidada y un marco de legalidad para la
lucha política. En el período actual, cuando la lucha de clases se
intensifica, tiende a manifestarse mediante grandes movilizaciones sociales
combinadas con disputas electorales. La necesidad estratégica de pivotar en
torno a esta dinámica resulta ineludible.
Las razones que han esgrimido los
partidarios de la «vía democrática» para abandonar el intento de «repetir
Octubre» me resultan convincentes. También lo fueron para los mismos
bolcheviques y la mayoría de la Internacional Comunista desde la década de
1920, cuando afrontaron los debates sobre las peculiaridades de la revolución
en Europa occidental. Por otro lado, la forma típica en que se formuló la vía
alternativa al «leninismo tradicional» presenta problemas teóricos y políticos
significativos, que conducen en el plano estratégico a apostar todo a la
radicalización de las direcciones reformistas hegemónicas bajo la presión
popular, resignando la construcción de un doble poder independiente. Pero un
poder popular centralizado es esencial para desbordar la parálisis que impone
la política reformista, incluso en un escenario «poulantziano» de
radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias.
En un Estado democrático
representativo, cualquier eventual proceso de transición hacia el socialismo
probablemente surgirá de una crisis prolongada, durante la cual las
instituciones liberales seguirán funcionando activamente. Esto hace probable
que surja una representación electoral o gubernamental de la radicalización en
curso. En este aspecto, la «vía democrática» está en lo correcto. Pero se
equivoca —en un error simétrico al de los insurreccionalistas— al derivar de
ello la necesidad de que sea la cumbre del Estado (el gobierno de izquierda
electo) quien controle los acontecimientos. Por el contrario, es necesario
acompañar un proceso de radicalización social con la construcción de un centro
de poder alternativo, basado en los órganos de masas, que pueda decidir tanto
presionar como desbordar a las direcciones políticas previamente establecidas,
según lo plantee la evolución de los acontecimientos.
Pero este papel estratégico del doble
poder no implica asignarle la tarea de convertirse necesariamente en órganos de
Gobierno. Un eventual triunfo revolucionario no debe conducir a la destrucción
de las libertades democráticas basadas en el sufragio universal y la ciudadanía
política sino a trazar los contornos de un nuevo poder político democrático,
que no puede reducirse a organismos de autoorganización nacidos de un momento
de irrupción volcánica de las masas.
Es posible que surja tensión entre
los órganos que asumieron el control de la vida política durante una crisis
revolucionaria (como el partido y los organismos de autoorganización) y la
necesidad de poner en funcionamiento instituciones para una democracia
socialista de largo plazo. Ante estas tensiones, es fundamental reconocer
que las ilusiones en algún tipo de democracia directa de masas permanente
corren el riesgo de llevar a su contrario: la estatización generalizada de la
vida social y la emergencia de un poder burocrático y bonapartista. La
democracia incluye la dimensión del sufragio universal y la representación
parlamentaria, aunque no se limita a ella. Como anticiparon los austromarxistas
en los años 1920, es posible concebir formas mixtas de democracia que articulen
instituciones de democracia representativa (asambleas legislativas), de
democracia directa (referéndums) y de democracia económica (en el lugar de
trabajo). Explorar la interrelación entre ruptura revolucionaria, transición al
socialismo y democracia constituye un desafío central de nuestra época. Nuevas
experiencias están por hacerse.
Martín Mosquera
Licenciado en Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y
Editor Principal de Jacobin América Latina.
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