Fuente: Bloghemia
https://www.bloghemia.com/2024/09/la-relacionalidad-en-la-vida-por-judith.html
"El individuo no queda desplazado por lo colectivo, sino que es formado y
transportado por los vínculos sociales definidos por su necesidad y su
ambivalencia." Judith Butler
Texto de la filósofa
estadounidense Judith Butler, publicado por primera vez en "The
Force of Nonviolence" (La fuerza de la no violencia).
Entiendo que este argumento deja
varias preguntas sin responder, incluyendo la importante cuestión de si nos
estamos refiriendo solo a la vida humana, al tejido celular y a la vida
embrionaria o a todas las especies y procesos vitales y, por lo tanto, a las
condiciones ecológicas de vida.
El punto sería repensar la
relacionalidad de la vida que con frecuencia abarcan las tipologías que
distinguen formas de vida. En esa relacionalidad, incluiría el concepto de
interdependencia, y no solo entre criaturas humanas, pues vivan donde vivan
precisan suelo y agua para la continuación de la vida y también habitan un
mundo donde la demanda de vida de las criaturas no humanas se superpone con las
demandas humanas y donde humanos y no humanos a veces dependen unos de otros
para sobrevivir. Estas zonas de vida (o de lo viviente) que se superponen deben
pensarse como relacionales y procesuales, pero también cada una requiere de
ciertas condiciones para la protección de su vida.
Una de las razones por las que he
planteado que la no violencia debe estar vinculada a un compromiso con una
igualdad radical es precisamente porque la violencia opera como una
intensificación de la desigualdad social. Las formas biopolíticas del racismo y
la lógica de la guerra producen desigualdades de modo diferente, pues ambas
suelen distinguir entre vidas duelables y no duelables, entre vidas valoradas y
vidas prescindibles. Las formas biopolíticas de violencia no necesariamente
siguen la lógica de la guerra, pero absorben sus escenas fantasmáticas y las
incorporan a su propio modo de racionalidad: si Europa, los Estados Unidos o
Australia permiten que los migrantes entren por sus fronteras, sufrirán la
destrucción como consecuencia de su hospitalidad. Así, el nuevo migrante se
representa como una fuerza de destrucción que devorará y negará a su anfitrión.
Esta fantasía se convierte en la base para justificar la violencia destructiva
de las poblaciones migrantes. Personifican y amenazan la destrucción y por eso
deben ser destruidas. Sin embargo, el acto basado en esa lógica revela que la
violencia en cuestión es la que se ejerce contra los migrantes. De acuerdo con
la lógica de la guerra, hay un retraimiento causado por el pánico: como se cree
en riesgo de sufrir violencia y destrucción, se imagina que esa es la condición
del Estado que se defiende de los migrantes. Y empero, la violencia es violencia
estatal alimentada por el racismo y la paranoia y dirigida contra la población
migrante. El error cometido es claramente la imposición de la violencia y,
además hay otro error, la reproducción de la desigualdad social, que sucede al
mismo tiempo: el último toma la forma de una intensificación de la diferencia
entre el valor adjudicado a las vidas y su verdadera duelidad. Y esta es la
razón por la cual una crítica de la violencia debe ser también una crítica
radical de la desigualdad. Más aún, una oposición a la desigualdad implica una
denuncia crítica de la fantasmagoría racial en la que ciertas vidas se
representan como una pura violencia o como una inminente amenaza de violencia,
mientras que otras se considera que tienen derecho a la defensa propia y a la
preservación de sus vidas. Este poder diferencial y su forma fantasmagórica
entran en el aparato conceptual por el cual se debaten y deciden públicamente
las cuestiones de la violencia y de la no violencia.
La crítica de la violencia no es lo
mismo que la práctica de la no violencia, aunque ninguna práctica puede
emprenderse sin esa crítica. La práctica de la no violencia debe enfrentarse a
todos esos desafíos fantasmagóricos y políticos que se han convertido en un
asunto desesperante. Por supuesto, hoy se usa a Fanon para múltiples
propósitos, incluyendo justificar la violencia y luchar contra ella. Pero él
resulta determinante para este argumento, una vez que uno considera que el
cuerpo, tan central en Piel negra, máscaras blancas, reaparece en su ensayo «La
violencia» de una manera que nos lleva a una comprensión de la igualdad. Por
supuesto, en Fanon está la fantasía de la musculatura sobrehumana, una
imaginería del cuerpo lo suficientemente fuerte como para derrocar el poder
colonial, una fantasía de hipermasculinidad que muchos han criticado. Pero hay
otra aproximación a este texto, que provee una comprensión de la igualdad que
surge de la circunstancia de la proximidad de los cuerpos:
“El indigène descubre que su vida, su
aliento, su corazón que late son los mismos que los del colonizador. Descubre
que la piel del colonizador no tiene más valor que la de un nativo; y debe
decirse que este descubrimiento sacude el mundo de una manera muy necesaria.
Toda la seguridad nueva y revolucionaria del indigène surge de allí. Pues si,
de hecho, mi vida vale tanto como la del colonizador, su mirada ya no me
detiene ni me congela y su voz ya no me transforma en piedra.”
Este es un momento en el que el
fantasma racial se desintegra y la afirmación de igualdad sacude el mundo
proporcionando un nuevo potencial de construcción del mundo.
Hemos intentado investigar en
términos generales la manera en que un régimen legal atribuye violencia a
aquellos que exponen y rechazan su racismo estructural. Es realmente sorprendente
que una demanda de igualdad se califique de acto «violento» o que la misma
condena se aplique a los reclamos de autodeterminación o de vivir libres de
amenazas permanentes y censura.
¿Cómo debe articularse, criticarse y
defenderse esa atribución y esa proyección? Para tales propósitos, permítanme
considerar las inversiones conceptuales animadas por la fantasía que apoya el
incremento de la violencia estatal. En Turquía, quienes firmaron una petición
por la paz fueron acusados de terrorismo. Y en Palestina, aquellos que buscan
una forma de gobierno que garantice la igualdad y la autodeterminación para
todos suelen ser acusados de ser violentos y destructivos. Esas acusaciones
tienen como objetivo paralizar y debilitar a aquellos que defienden la no violencia,
presentando a la posición contra la guerra como una posición dentro de una
guerra.
Cuando eso ocurre, y es a menudo, la
crítica a la guerra se construye como un subterfugio, una agresión, una
hostilidad disimulada. La crítica, el disenso y la desobediencia civil se
presentan como ataques a la nación, al Estado, a la humanidad misma. Esa
acusación surge desde el interior del marco de una presunta guerra, donde no
puede imaginarse ninguna posición que esté fuera de él. En otras palabras,
todas las posiciones, aunque sean manifiestamente no violentas, se consideran
permutaciones de la violencia. Así, aunque me refiera a prácticas
«manifiestamente» no violentas, queda claro que solo ciertas prácticas pueden
manifestarse como no violentas en una episteme gobernada por una lógica
paranoica e invertida. Cuando la misma crítica a la guerra o el llamado a
terminar con la desigualdad económica y social se consideran formas de apoyo a
la guerra, es fácil desesperarse y concluir que todas las palabras pueden tergiversarse
y todos los significados perderse. No creo que esa deba ser la
conclusión.
Ante la amenaza de nihilismo, se
precisa de una paciencia crítica para exponer las formas de fantasmagoría según
las cuales alguien está «atacando» cuando no lo hace o cuando, en realidad, esa
misma persona es la atacada. Estas inversiones las llevan a cabo las opiniones,
la política que considera que la migración de personas desde Medio Oriente o
África del Norte habrá de destruir Europa y a la humanidad y, por lo tanto,
debe rechazarse, abandonarse, incluso entregarse a la muerte de ser necesario.
Esta lógica asesina reina entre reaccionarios y fascistas en estos tiempos. Un
fantasma ha sustituido a cualquiera que esté hablando o actuando en este
momento, a cualquiera que parezca estar hablando o actuando, un fantasma que
corporiza la agresión de aquellos que temen la potencial violencia de los otros
y que invierten y encuentran destructividad en esas representaciones
externalizadas; este es el logro letal de una destructividad completamente
externalizada. Esta forma de agresión defensiva está bastante alejada de la
comprensión de que una vida no es, finalmente, separable de otra, no importa
qué muros se construyan entre ellas. Incluso los muros tienden a vincular a
aquellos a los que separan, con frecuencia en una forma retorcida de vínculo
social.
Con esta última perspectiva en mente,
podemos retomar en nuevos términos el tema de la igualdad y la convivencia,
partiendo del supuesto de que toda vida es igualmente duelable y tratando de
ver de qué manera esto importa tanto en la vida como en la muerte, pues la vida
potencialmente duelable es aquella que merece un futuro cuya forma no puede
predecirse ni establecerse por adelantado. Pues salvaguardar el futuro de una
vida no es imponer las formas que debe asumir, el sendero que ha de recorrer
esa vida; es una manera de mantener abierta la posibilidad a las formas
contingentes e impredecibles que puede tomar una vida. Considerar esa
protección como una obligación afirmativa resulta ser bastante diferente a
preservarse a uno mismo o a la propia comunidad a expensas de otros cuya
diferencia es permanentemente representada como una amenaza. Cuando, por
ejemplo, los migrantes se representan como la destrucción, como puras embarcaciones
de destrucción que envenenan la identidad racial o nacional con su impureza,
entonces, las acciones que los detienen definitivamente, que los empujan de
vuelta al mar, que se rehúsan a responder a sus SOS cuando naufragan sus balsas
y la muerte es inminente, se justifican airada y vengativamente como «defensa
propia» de la comunidad autóctona, tácita o explícitamente definida por el
privilegio racial. En esta forma de agresividad aprobada desde la moral queda
claro que la agresión emana de una idea tóxica y ampulosa de defensa propia
cuyas prácticas de renominación efectúan la justificación de su propia
violencia. Luego, esa violencia se transfiere, se oculta y se autoriza mediante
esa moralización racista que opera en defensa de la raza y del racismo por
igual.
Tal vez estamos describiendo
mecanismos psíquicos que abundan en el mundo humano y nuestra oposición a la
violencia es un esfuerzo inútil por cambiar el potencial destructivo que se
encuentra en nuestra psiquis o que caracteriza a todas las relaciones. La
respuesta a una crítica política de la violencia a veces toma la forma del
argumento que sostiene que la destructividad humana jamás puede superarse por
completo, que pertenece a las comunidades humanas como un impulso, una pulsión
o un potencial que fortalece y destruye los lazos sociales tal como los
conocemos. Ciertamente, esa era la opinión de Hobbes y Balibar ofrece una
reformulación contemporánea que es más aguda. La pregunta de si la
destructividad es un impulso o un rasgo de las relaciones sociales sigue sin
respuesta. Incluso, si aceptamos la posibilidad de que haya una tendencia
general hacia la destructividad, ¿eso debilita o fortalece la crítica política
de la violencia? Para responder ambas cuestiones, debemos preguntar: ¿qué
implica la destructividad para la teoría social y para la filosofía política?
¿Es un producto derivado de la interdependencia o es parte de la polaridad
entre amor y odio que caracteriza a las relaciones humanas, parte de lo que
amenaza a las comunidades humanas o que las cohesiona?
La reconsideración de los vínculos
sociales basados en formas corporizadas de interdependencia nos ofrece un marco
para entender una nueva versión de la equidad social que no solo se apoya en la
reproducción del individualismo. El individuo no queda desplazado por lo
colectivo, sino que es formado y transportado por los vínculos sociales
definidos por su necesidad y su ambivalencia. Referirse a la igual duelidad de
las vidas en este contexto no es someter a los individuos a alguna forma de
cálculo, sino preguntarse por los fantasmas sociales que informan las ideas
públicas sobre qué clase de vida merece tener un futuro abierto y cuáles no son
duelables. El desmantelamiento de ese espacio fantasmático en el que las vidas
se valoran de distinta manera requiere una afirmación de la vida que sea
diferente de una posición «provida». En verdad, la izquierda no debería ceder
el discurso sobre la vida a sus oponentes reaccionarios. Afirmar la igualdad es
apoyar una cohabitación definida en parte por una interdependencia que
considere el borde que corre por fuera de los vínculos individuales de los
cuerpos o que trabaje ese borde a favor de su potencial social y
político.
Esta afirmación de la vida no es solo
una afirmación de mi vida, aunque mi vida seguramente estaría incluida:
resultaría ser bastante diferente de una preservación de uno mismo ganada a
expensas de otras vidas, fortalecida por representaciones de agresión que
proyectan el potencial destructivo de todo vínculo social en formas que destruyen
ese mismo vínculo. Aun cuando ninguno de nosotros está liberado de la capacidad
de destrucción, o precisamente porque ninguno de nosotros está exento de ella,
la reflexión ética y política desemboca en la tarea de la no violencia. Es
precisamente porque podemos destruir que tenemos la obligación de saber por qué
no debemos hacerlo y convocar esos poderes compensatorios que refrenan nuestra
capacidad destructiva. La no violencia se convierte en una obligación ética a
la que estamos atados, precisamente porque estamos atados a otros; bien puede
ser una obligación contra la que despotricamos, donde los movimientos
ambivalentes de la mente se dan a conocer, pero la obligación de preservar el
vínculo social puede resolverse sin tener que resolver esa ambivalencia. La
obligación de no destruirnos unos a otros surge de y refleja la conflictiva
forma social de nuestras vidas y nos lleva a reconsiderar si la autoprotección
no está ligada a preservar la vida de los otros. El yo y la autoprotección se
definen, en parte, por ese vínculo, esa necesaria y difícil relación social. Si
la autoprotección se convirtiera en la base para ejercer la violencia, si fuera
a consagrarse como la excepción a los principios de la no violencia, entonces,
¿quién sería ese «yo» que se preserva a sí mismo y solo a aquellos que ya
pertenecen a ese régimen de sí? Ese yo pertenece solo a sí mismo o a aquellos
que aumentan su sentido de sí mismo, y así permanece sin mundo mientras amenaza
a este mundo.
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