Revista Pulsiones Año I La ingeniería gradual y el humanismo socioeconómico liberal de Popper… por Enrique Suárez-Iñiguez
Popper es, ante todo, un filósofo de la
ciencia ocupado en especial en torno a los problemas del método científico. Sin
embargo, elaboró también una filosofía política de enorme originalidad y de
importancia decisiva en el siglo xx. En realidad, aunque había escrito su
primer libro Logik der Forschung (de filosofía de la ciencia) en 1934 (fechado
1935), éste no se tradujo al inglés sino hasta 1959, de tal suerte que Popper
se dio a conocer ante el mundo entero primero por su filosofía política. En
efecto, La sociedad abierta y sus enemigos fue escrito durante la guerra y
apareció en 1945, y La pobreza del historicismo, en 1957, aunque habían
aparecido como artículos sueltos entre 1944 y 1945.
Es La sociedad abierta y sus enemigos no sólo
el libro que le trajo la fama a nuestro autor sino también donde desarrolla con
mayor fuerza y de manera más completa sus tesis de filosofía política; sin
embargo, fue rechazado por una veintena de editoriales. El libro es una crítica
aguda y original de algunos de los principales “rectores intelectuales de la
humanidad”, como los llama Popper, en especial de Platón, Hegel y Marx, pero también
de Heráclito y Mannheim.
Popper los acusa de totalitarios y enemigos de
los valores democráticos más elementales y en el libro dedica buena parte a
criticarles. Su lectura es indispensable para todo aquel estudioso de esos
autores o interesado en los problemas de una sociedad abierta. Son juicios
interesantes y polémicos amén de valientes. No tengo aquí el espacio para
analizarlos; me interesa, más bien, explicar las ideas propias y originales que
Popper elabora al criticar a esos notables autores. Esas ideas, las tesis
popperianas propiamente dichas, son las que configuran el centro de su
filosofía política. Salen en gran medida de su crítica a Platón, Hegel y Marx,
pero trascienden ese origen, cobrando vida propia y se encuentran en varias de
sus obras.
Debo señalar también que la filosofía política
de Popper se desprende de su filosofía de la ciencia. En realidad, filosofía de
la ciencia y filosofía política en Popper forman una unidad: es un pensamiento
integrado y coherente con dos vertientes. Como dice Bryan Magee, Popper, para citar
un solo ejemplo, es indeterminista tanto en física como en política, pero es
algo más que eso: sus ideas políticas en buena medida se derivan de sus ideas
sobre la ciencia.
Lo primero que hay que comprender de la
filosofía política de Popper es su concepto de sociedad abierta en
contraposición con el de sociedad cerrada. Esta última es una sociedad tribal,
mágica, donde la dualidad de hechos y normas no se distingue (no hay separación
entre los hechos naturales y los hechos humanos, sino que se cree que son lo
mismo), donde no hay libertad ni democracia. La sociedad cerrada puede ser
tanto antigua como también moderna. Los regímenes totalitarios son muestra
palpable de sociedades cerradas: no hay libertades políticas ni instituciones
democráticas. La sociedad abierta, en cambio, se basa en el dualismo de hechos
y normas; se basa en los valores de libertad, igualdad, humanidad y
razonabilidad y está a favor de las instituciones, Esos valores son la
característica fundamental de nuestra civilización. La sociedad abierta pone
énfasis en los individuos y en su afán por liberarse de la tutela de la
autoridad absoluta, del hábito, de la tradición y del prejuicio y por
sustituirlos por la crítica racional, la libertad y la humanidad. La sociedad
abierta es una democracia, y “sólo la democracia proporciona un marco
institucional capaz de permitir las reformas sin violencia y, por consiguiente,
el uso de la razón en los asuntos públicos”. El progreso mismo depende de
factores políticos, de las instituciones que salvaguardan la libertad de
pensamiento, es decir, de la democracia. La popularidad de ideas es fundamental
para el progreso científico; el holismo es su fin.
El tránsito de una sociedad cerrada a una
abierta ha causado conmoción en la humanidad y en muchas partes aún no se
logra. Hay diversos sistemas filosóficos que obstaculizan ese camino. El más
importante es el que Popper llama historicismo y contra él lanza sus baterías.
Popper dedica dos libros a ello: La sociedad abierta y sus enemigos y La
pobreza del historicismo.
El historicismo es una filosofía que pretende
haber descubierto leyes histórico-sociales que se comportan con el mismo grado
de exactitud que las naturales y que indican el porvenir de la historia.
En otras palabras, que la historia está regida
por leyes históricas ineludibles que permiten conocer —y por tanto profetizar—
el futuro del hombre y que éste no puede hacer gran cosa para evitarlo. Así
Marx escribe: “Aunque una sociedad haya encontrado el rastro de la ley natural
con arreglo a la cual se mueve... jamás podrá saltar ni destacar por decreto
las fases naturales de su desarrollo. Podrá únicamente acortar y mitigar los
dolores del parto”. Además el historicismo habla de agentes que realizarán esa
historia. Así, la doctrina del pueblo elegido supone “que Dios ha escogido un
pueblo para que se desempeñe como instrumento directo de su voluntad, y también
que este pueblo habrá de heredar la tierra”. Dos versiones modernas de este
historicismo son el fascismo o racismo y el marxismo. Una de derecha y otra de
izquierda pero iguales en su sentido historicista. “En lugar del pueblo
elegido, el racismo nos habla de raza elegida (por Gobineau), seleccionada como
instrumento del destino y escogida como heredera final de la tierra. La
filosofía historicista de Marx, a su vez, no habla ya de pueblo elegido ni de
raza elegida, sino de la clase elegida, el instrumento sobre el cual recae la
tarea de recrear la sociedad sin clases, y la clase destinada a heredar la
tierra”. Cada una considera haber descubierto una ley (natural en un caso,
económica en el otro) que ineludible explicará el futuro.
Popper cree que las ciencias sociales no
pueden comportarse como las naturales y que no está en sus posibilidades la
formulación de profecías históricas de largo alcance. Hay que distinguir entre
“predicción científica” y “profecías históricas incondicionales”. Los
historicistas no hacen la distinción. Las predicciones comunes de la ciencia
son condicionales: afirman que ciertos cambios están acompañados de otros
cambios. Se refieren a situaciones que implican regularidad. Los eclipses se
pueden predecir precisamente porque nuestro sistema solar es estacionario y
repetitivo y esto es así porque se encuentra aislado de otros sistemas
mecánicos y no sufre, pues, influencia externa. Pero la sociedad humana no es
así. La profecía es algo que no podemos evitar, que sucederá ineludiblemente.
Niega el valor del libre albedrío y reduce la capacidad de la acción humana a
la nada. Los historicistas pretenden interpretar pasado y presente para
profetizar sobre el futuro sacrificando lo único que existe, el presente. Pero
las ciencias sociales no pueden hacer este tipo de profecías, no está en su
naturaleza. El hombre no es medible como los fenómenos naturales y no puede
adivinarse su conducta futura, menos aun cuando hay una múltiple interrelación
de conductas individuales. “Las profecías históricas de largo alcance” están
fuera del método científico. “El futuro depende de nosotros mismos y nosotros
no dependemos de ninguna necesidad histórica”, ha escrito Popper. Podemos
convertirnos en “artífices de nuestro propio destino si nos abstenemos de
pretender pasar por profetas”. Simple y llanamente no existen leyes históricas
que indiquen el ineludible acontecer histórico. Somos nosotros los que creamos
el destino, no el destino a nosotros. Somos nosotros los que decidimos y los
que nos apoyamos en algo. Es la ética de la responsabilidad. Por otro lado, no
debemos olvidar que las cosas nunca resultan exactamente como las planeamos.
Siempre son un poco diferentes produciéndose consecuencias inesperadas. La
misión de las ciencias sociales para Popper es, precisamente, explicar cómo
surgen las consecuencias inesperadas y qué tipos de consecuencias se darán si
la gente actúa de esta o de otra manera. Su función práctica asume el modesto
papel de ayudarnos a comprender aun las más remotas consecuencias de las
acciones posibles y, de este modo, ayudarnos a elegir más juiciosamente
nuestros cursos de acción. Esas corrientes historicistas han tenido gran
influencia debido al enorme peso que significa asumir la propia
responsabilidad, y debido a que siempre es gratificante suponer que uno conoce
el futuro y que sólo los iniciados pueden comprenderlo. Al mismo tiempo son tan
poco exactas sus mediciones, o, en otros términos, tan vagos y generales sus
planeamientos que presumen de que todo se ajusta al esquema. Pero cuando
contrastamos la realidad con la profecía y vemos que no se cumplió, sabemos que
la teoría estaba equivocada. Eso es lo que pasó con el marxismo, cuyas
profecías, la mayor parte de ellas, no se cumplieron," y “la eliminación
de la doctrina historicista provoca el derrumbe total del marxismo en lo que
respecta a sus pretensiones científicas” aunque no destruye algunas de sus
afirmaciones técnicas o políticas.
La sociedad abierta es, pues, antihistoricista.
Y es antiholista, antitotalitaria y antiesencialista. El individuo no sólo
cuenta para la sociedad abierta sino que es fundamental. En toda acción social,
al final de cuentas son los individuos los que actúan, y son ellos los que
toman sus decisiones. Todos los fenómenos sociales, y especialmente el
funcionamiento de las instituciones sociales.
Deben ser siempre considerados resultado de
las decisiones, acciones, actitudes, etcétera, de los individuos humanos y
[...] nunca debemos conformarnos con las explicaciones elaboradas en función de
los llamados “colectivos” (Estados, naciones, razas, etcétera).
Habíamos dicho que el papel de las ciencias
sociales consiste en analizar las consecuencias de las acciones sociales:
acciones que son siempre individuales. Los marxistas piensan en términos de
clases pero las clases nunca gobiernan, los que gobiernan son personas. “Y sea
cual fuere la clase a la que pueden haber pertenecido, una vez que son
gobernantes pertenecen a la clase gobernante”. La coincidencia con Weber en
este punto es enorme. Para Weber la sociología es la ciencia que pretende
explicar la acción social, la cual es la acción individual orientada por la de
otros. Lo que cuenta es la conducta individual pues toda colectividad se
compone de ellos: “También una economía socialista tendría que ser comprendida
por la acción de los individuos". Popper escribe:
La tarea de la teoría social es construir y
analizar nuestros modelos sociológicos cuidadosamente en términos descriptivos
o nominalistas, es decir, en términos de individuos, de sus actitudes,
expectaciones, relaciones, etcétera —un postulado que puede ser llamado
“individualismo metodológico”. El individuo —como sus huellas digitales— es
único e irrepetible.
La ciencia puede describir tipos generales de
paisajes, por ejemplo, o de hombres, pero nunca podrá agotar un solo paisaje
individual o un solo hombre [...] el individuo único y sus acciones,
experiencias y relaciones únicas con los demás individuos no pueden ser nunca
objeto de una completa racionalización.
Podemos conocer o comprender muy bien el
sistema de disposiciones de una persona; es decir, podemos ser capaces de
predecir de qué forma se comportaría en un cierto número de situaciones
distintas. Pero, puesto que hay un número infinito de situaciones posibles de
infinita diversidad, la comprensión plena de las disposiciones de una persona
no parece posible.
En realidad nunca logramos conocer
completamente a nadie, ni a nosotros mismos: lo que conocemos de una persona es
una manera de pensar, de ver las cosas, de actuar y algo de sus sentimientos.
Como le dijo un famoso biógrafo de Napoleón a Chaplin: una biografía es una actitud.
Es lo que queda de uno: el cómo se movía uno por la vida. En las ciencias
sociales de hoy —sobre todo tercermundistas, totalitarias—, lo colectivo parece
que tiene un derecho mayor que lo individual. Eso se debe, según Popper, al
falso planteamiento que se puede sintetizar así: Individualismo vs colectivismo,
Egoísmo vs altruismo. Así, para los colectivistas, todo individualismo es
sinónimo de egoísmo y todo colectivismo de altruismo. Nada más alejado de la
realidad. Nada más falso.
La sociedad abierta es antitotalitaria porque
está contra los falsos valores de ese tipo de sociedad y, sobre todo, contra la
falta de libertad que priva en ella. Es antiholista porque cree en el valor del
individuo y que la acción social es acción de individuos. Es antiesencialista,
además, porque no cree en la existencia de esencias. El esencialista se
pregunta siempre por la esencia de la cosa que investiga: ¿qué es tal cosa?, ¿qué
es él?, ¿qué es la sociedad?, etcétera. Preguntas de ese tipo no tienen ningún valor
en la ciencia. El científico nunca se pregunta, por ejemplo, ¿qué es la
materia? ¿Qué es la energía? o ¿qué es el átomo?, sino ¿para qué sirve la
materia?, ¿cómo puede aprovecharse la energía solar?, o ¿en qué condiciones
irradia luz un átomo? Así, no debemos preguntar ¿qué es el Estado?, sino preguntarse
¿qué tipo de características debe tener un Estado para que haya en él más
libertad y más justicia?
La definición esencialista se lee de izquierda
a derecha y pretende responder a preguntas sobre qué es la cosa. Por ejemplo,
“¿qué es un potro?: un potro es un caballo chiquito”. Una definición
nominalista se lee de derecha a izquierda y no pretende saber lo que es la cosa
sino cómo la hemos llamado. Potro es el nombre que le hemos dado a un caballo
chiquito, no la esencia de él. Esto no quiere decir que Popper no acepte que
hay muchas cosas ocultas; lo que critica es la doctrina de que la ciencia debe
explicar las causas últimas. No niega que existan las esencias; lo que sostiene
es que existan o no “la creencia en ellas no nos ayuda para nada y hasta puede
trabarnos”.
Otra característica del historicismo —dado que
presume conocer una ley histórica ineludible— es su preocupación por el origen
de lo que estudia. No sólo pregunta qué es el Estado sino cuándo surgió; o
cuándo surgió tal institución. El historicista se inclina preferentemente a
contemplar las instituciones sociales desde el punto de vista de su historia,
esto es, de su origen, su desarrollo y su significación presente y futura.
Puede ocurrir, tal vez, que insista en que su origen se debe a un plan o
designio definido y a la persecución de objetivos definidos, ya sean éstos
humanos o divinos; o bien puede afirmar que no se hallan planeados para servir
ningún objetivo claramente concebido, sino que son, más bien, la expresión
inmediata de ciertos instintos y pasiones. Es un planteamiento estéril que no
conduce a nada o a poca cosa. El verdadero ingeniero social, el metodólogo de
la sociedad abierta (volveré sobre esto más adelante), no está preocupado por
el origen sino que concibe el problema de esta forma: “Si nuestros objetivos
son tales y tales ¿se halla esta institución bien concebida y organizada para
alcanzarlos? Se ve de inmediato la utilidad de una pregunta así para la mejor
comprensión del problema. No debemos pues preguntar qué es o cuándo surge tal
institución, sino, dado lo que queremos de ella, ¿está funcionando bien?, ¿cómo
hacer para que sea mejor? Y así para cualquier asunto.
Asimismo no se deben formular preguntas esencialistas
como ¿quién debe gobernar?, pues nadie responderá “el más corrupto” o “el más
inepto”, sino que debemos poder organizar las instituciones políticas de manera
que los malos gobernantes no puedan causar demasiado daño. Lo ideal es que no
lleguen al poder, pero si llegan, que las instituciones estén configuradas de
tal manera que no puedan causar mal. Son los checks and balances que toda
democracia establece y cuyos postulados clásicos ya habían establecido Locke,
Montesquieu y Rousseau, y que Tocqueville había visto en Norteamérica. Popper
piensa en controles modernos de la sociedad abierta del siglo xx, y por ello
establece, como característica central de una democracia, el lograr los cambios
sin violencia y, en especial, el poder remover a sus gobernantes pacíficamente.
Esto nos lleva a las famosísimas paradojas políticas de Popper. Para
comprenderlas es necesario analizar lo que Popper llama proteccionismo del
Estado, que no tiene nada que ver con lo que usualmente se entiende por
proteccionismo.
Si no debemos preguntar ¿qué es el Estado? ni
¿cómo surgió? sino más bien ¿qué exigimos del Estado?, eso indica que debemos
descubrir cuáles son nuestras exigencias políticas. “En efecto, solamente si
sabemos lo que queremos podremos decidir si una institución se halla o no bien
adaptada a su función”. Y lo primero que le exigimos al Estado es protección. Exijo protección a mi libertad: no estar
sujeto al abuso del más fuerte o del más inteligente o poderoso. ¿Quién va a aplicar las reglamentaciones
necesarias? El Estado. El Estado va a defender mi libertad y la de los demás.
Pero la mía termina donde la de los demás empieza y por tanto el Estado
interviene para restringir en cierta medida la libertad irrestricta de cada
uno. El respeto a los derechos de los demás implica que mi libertad no sea
absoluta o irrestricta. Pero también debemos vigilar que el Estado no abuse de
ese proteccionismo intervencionista, que no restrinja la libertad más de lo
debido.
Por lo
tanto, exijo que el Estado limite la libertad de los ciudadanos en la forma más
equitativa posible y no más allá de lo necesario para alcanzar una limitación
pareja de la libertad. El liberalismo y la intervención estatal no se excluyen
mutuamente. Por el contrario, claramente se advierte que no hay libertad
posible si no se halla garantizada por el Estado. En la educación, por ejemplo, es necesario
cierto grado de control por parte del Estado, si quiere resguardarse a la
juventud de una ignorancia que la tornaría incapaz de defender su libertad, y
es deber del Estado hacer que todo mundo goce de iguales facilidades
educacionales. Pero un control estatal excesivo en las cuestiones educacionales
constituye un peligro mortal para la libertad, puesto que puede conducir al
adoctrinamiento. Esto es lo que llama
Popper la paradoja de la libertad: el Estado tiene que coartar cierta parte de
la libertad para defender otra: controlar la libertad irrestricta para evitar
la pérdida real de libertad para todos. Y esa paradoja de la libertad lleva a
la paradoja de la soberanía. ¿Qué pasa si el pueblo libremente elige para
gobernar a un tirano?, ¿se debe respetar su voluntad? “Todas las teorías de la
soberanía son paradójicas”, dice Popper.
Por ejemplo, supongamos que hayamos escogido
como la forma ideal de gobierno, el gobierno del “más sabio” o del “mejor”.
Pues bien, el “más sabio” puede hallar en su sabiduría que no es él sino “el
mejor” quien debe gobernar; y “el mejor”, a su vez, puede encontrar en su
bondad que es “la mayoría” quien debe gobernar.
Habíamos visto que la democracia es la que
permite cambios sin violencia, particularmente el cambio de gobernantes; Popper
añade ahora que el otro tipo de gobierno existente es la dictadura o tiranía
que es el gobierno que no permite cambiar a sus gobernantes sino por medio de
una revolución. “El principio de la política democrática consiste en la
decisión de crear, desarrollar y proteger las instituciones políticas que hacen
imposible el advenimiento de la tiranía”. Así, la teoría de la democracia no se
basa, como casi todos creen, en el principio de que debe gobernar la mayoría,
sino en los “diversos métodos igualitarios para el control democrático”, en
especial el sufragio universal y el gobierno representativo. Aquel que acepte
el principio de la democracia en este sentido no estará obligado, por
consiguiente, a considerar el resultado de una elección democrática como
expresión autoritaria de lo que es justo. Aunque acepte la decisión de la
mayoría, a fin de permitir el desenvolvimiento de las instituciones
democráticas, tendrá plena libertad para combatirla, apelando a los recursos
democráticos, y bregar por su revisión.
Popper insiste, a riesgo de reiteración, en su
idea:
La democracia suministra el marco
institucional para la reforma de las instituciones políticas. Así, hace posible
la reforma de las instituciones sin el empleo de la violencia y permite, de
este modo, el uso de la razón en la ideación de las nuevas instituciones y en
el reajuste de las viejas. Lo que no puede suministrares la razón. La cuestión
de los patrones intelectuales y morales de sus ciudadanos es, en gran medida,
un problema personal.
Pero el Estado, puede contribuir decisivamente
a ello y en ese sentido los griegos tenían razón. La política y la ética van de
la mano: de lo que se trata es de educar, vale decir, hacer más virtuosos,
mejores, a los ciudadanos. A veces ocurre lo que Popper llama la ambivalencia
de las instituciones sociales, esto es, que se comportan contrariamente para lo
que fueron creadas. Así la policía, en lugar de proteger, extorsiona o ejerce
violencia; las escuelas, en vez de educar conforme a ciertos valores, se
pervierten; los que deben evitar los robos los cometen, etcétera. Debemos tener
controles institucionales a la par de individuos responsables que eviten estas
anomalías, pues los controles solos no bastan. El problema de mejorar las
instituciones es siempre un problema de personas, pues somos nosotros los que
lo podemos hacer. Las instituciones son como las naves: deben estar bien
ideadas y bien tripuladas. Llegamos así a una de las tesis popperianas
centrales: el método de la ingeniería gradual. El método de construcción de una
sociedad abierta no puede ser el historicista y esencialista preocupado por el
origen y las esencias y por responder problemas del tipo ¿qué es? El método de
la sociedad abierta, o método de ingeniería gradual, consiste en la aplicación
de la razón en los asuntos públicos y en pequeños ajustes para lograr la
mejoría de lo que se pretende. El método esencialista se encuentra en La
República de Platón, dice Popper. Ahí Platón sostiene que la ciudad es como un
lienzo y que, para crear la nueva que él propugna, hay que comenzar por limpiar
la tela del todo. Popper señala que en la vida humana no se puede empezar de
cero cada vez y que aprendemos por ensayo y error. Es inevitable el cometer
errores pero de ellos aprendemos mediante: Un largo y laborioso proceso de
pequeños ajustes [...] Pero aquéllos a quienes no les agrada este método, por
no considerarlo lo bastante radical, tendrían en este caso que volver a borrar
la sociedad recién construida a fin de comenzar nuevamente sobre un lienzo
limpio; y puesto que la nueva tentativa —por iguales razones— no habría de
conducir tampoco a la perfección, se
verían obligados a repetir interminablemente este proceso sin llegar nunca a
ninguna parte. Si hacemos esto último “aun inspirados por las mejores intenciones
de traer el cielo a la tierra, sólo conseguiremos convertirla en su infierno,
ese infierno que sólo el hombre es capaz de preparar para sus semejantes”. El
político de hoy en día tiene, pues, una alternativa: aplicar el método
historicista-esencialista o el gradual. El que aplica este segundo, puede
haberse trazado o no, en el pensamiento, un plano de la sociedad y puede o no
esperar que la humanidad llegue a materializar un día este estado ideal y
alcanzar la felicidad y la perfección sobre la tierra. Pero siempre estará
consciente de que la perfección, aun cuando pueda alcanzarla, se halla muy
remota, y de que cada generación de hombres y, por lo tanto, también los que
viven, tienen un derecho; quizá no tanto el derecho de ser felices, pues no existen
métodos institucionales de hacer feliz a un hombre, pero sí el derecho de
recibir toda la ayuda posible en caso de que padezcan. La ingeniería gradual
habrá de adoptar, en consecuencia, el método de buscar y combatir los males más
graves y serios de la sociedad, en lugar de encaminar todos sus esfuerzos hacia
la conservación del bien final.
¡Qué profundidad y claridad en la concepción!
Esto es lo que olvidaron todos los métodos esencialistas nacidos de teorías
totalitarias. No debemos sacrificar el
presente en aras de un futuro ideal, ni sacrificar generaciones enteras para
que sus hijos o nietos vivan, tal vez, un día mejor. Todos tenemos el derecho
de vivir y procurar bienestar. Más que luchar por metas ideales utópicas debemos
tratar de resolver problemas concretos y urgentes. Esa es la función de un
político. Por ello los nuestros fracasan tantas veces. No comprenden que su
función es la de solucionar problemas, no la de plantear utopías, y que su
función es aceptar los errores, no ocultarlos. Así debemos educar a las
nuevas generaciones. La política, dijo Popper, debe basarse en principios
igualitaristas e individualistas: “los sueños de belleza deben subordinarse a
la necesidad de ayudar a los desvalidos y a las víctimas de la injusticia, y a
la necesidad de construir instituciones con esos fines”. Nosotros, en nuestra
vida privada, podemos intentar hacer felices a quienes nos rodean y aman, pero
socialmente la política debe luchar por ayudar a quienes sufren pues no puede hacer
felices a los individuos. La diferencia entre el método gradual y el
esencialista es enorme: Es la diferencia que media entre un método razonable
para mejorar la suerte del hombre y un método que, aplicado sistemáticamente,
puede conducir con facilidad a un intolerable aumento del padecer humano. Es la
diferencia entre un método susceptible de ser aplicado en cualquier momento y
otro cuya práctica puede convertirse fácilmente en un medio para posponer
continuamente la acción hasta una fecha posterior, en la esperanza de que las
condiciones sean entonces más favorables. Y es también la diferencia que media
entre el único método capaz de solucionar problemas, en todo tiempo y lugar,
según lo enseña la experiencia histórica [...] y otro que, donde quiera que ha
sido puesto en práctica, sólo ha conducido al uso de la violencia en lugar de
la razón, y si no a su propio abandono, en todo caso al del plan original. Página
memorable ésta del final del capítulo nueve de La sociedad abierta. Y no
necesito decir que vale tanto para la vida individual como para la social. Son
dos formas radicalmente distintas de concebir y vivir la vida: una útil,
susceptible de mejoría diaria; otra estéril que sacrifica lo mejor de la vida,
el presente, en aras de ideales utópicos; una que busca ajuste, otra que indaga
esencias; una que es actual, otra preocupada por el origen. El ciudadano de la sociedad abierta debe
aplicar el método gradual basado en la razón y cuyos valores son el humanismo,
el individualismo, la libertad y la igualdad, pues una vez que comenzamos a
confiar en la razón y en estos valores no podemos regresar nunca más a la
sociedad cerrada, mágica y tribal, ni retornar a la infancia ni recargarnos en
los demás e intentar ser felices cuidados por otros. Tenemos que asumir la
responsabilidad de nuestros actos y la conciencia de que somos nosotros quienes
forjamos nuestro destino. Tocqueville dijo que Dios no hizo al hombre
enteramente independiente ni completamente esclavo. “Ha trazado alrededor de
cada hombre un círculo fatal de donde no puede salir; pero en sus vastos
límites, el hombre es poderoso y libre”. Esto es lo que debemos comprender.
Como dijo Popper, debemos acrecentar nuestros conocimientos y proseguir hacia
lo desconocido procurando toda la libertad y la seguridad que podamos. Ese es
nuestro deber.
Popper
piensa que debemos escaparnos de la trampa de pensar que el poder económico
controla el poder político. Es al revés y debemos procurar que cada vez podamos
controlar mejor el poder económico.
El poder político y su control lo es todo. No
debemos permitir que el poder económico domine al político; y si es necesario,
deberá combatírselo hasta ponerlo bajo el control del poder político. Pero a la
vez debemos nosotros, los ciudadanos, la llamada sociedad civil, tener un
control institucional del poder político, controlar el crecimiento del Estado y
de la burocracia para preservar la libertad sin perder, por otro lado, la
seguridad. Demasiado poder en manos del Estado atenta contra la libertad y “si
se pierde la libertad se pierde todo”. De todas maneras Popper no se manifiesta
contrario a toda revolución violenta. Él cree que bajo una tiranía puede no
haber otra solución. Una revolución tal debe tener por único objetivo el
establecimiento de una democracia, y no entiendo por democracia algo tan vago
como “el gobierno del pueblo” o “el gobierno de la mayoría” sino un conjunto de
instituciones (entre ellas, especialmente, las elecciones generales, es decir,
el derecho del pueblo de arrojar del poder a sus gobernantes) que permitan el
control público de los magistrados y su remoción por parte del pueblo, y que le
permitan a éste obtener las reformas deseadas sin empleo de la violencia, aun
contra la voluntad de los gobernantes. En otras palabras, sólo se justifica el
uso de la violencia bajo una tiranía que torna imposible toda reforma sin
violencias, y ésa debe tener un solo fin: provocar un estado de cosas tal que
haga posible la introducción de reformas sin violencia. Hay otro caso en que
Popper acepta la violencia: la resistencia —una vez establecida la democracia—
contra todo ataque, del interior o del exterior, contra la propia democracia
pero “debe ser inequívocamente defensiva”.
El historicismo esencialista, como se ve, es
dañino y peligroso y el marxismo no es la única corriente de este tipo hoy en
día. La sociología del conocimiento (con Mannheim a la cabeza) y el
psicoanálisis reúnen esas características. La búsqueda de esencias, las
preguntas del tipo ¿qué es?, la preocupación por el origen del problema, la
falta de soluciones prácticas, la creencia en factores indemostrables, la
atribución de las conductas de los hombres a causas ocultas que sólo los
iniciados comprenden, la vaguedad de sus planteamientos que permiten encontrar
“pruebas” en cualquier acción cuando en realidad no soportan la crítica
racional, etcétera son características claramente esencialistas. Para que una teoría sea válida tiene que
responder a la realidad. Si ésta no coincide con aquélla se debe, simple y
llanamente, a que la teoría es falsa. Y lo mismo podríamos decir de la
sociología del conocimiento y del psicoanálisis. Pero sus defensores no lo
advierten, la realidad nada les dice, cuando uno objeta sus tesis responden que
se debe a prejuicios de clase, a ideologías totales o a represiones. Estas
corrientes llevan al antirracionalismo y al misticismo y el conflicto entre el
racionalismo y el irracionalismo es, a juicio de Popper, el problema
intelectual, y quizá moral, más importante de nuestro tiempo. Debemos analizar,
pues, estas filosofías.
Racionalismo es una actitud que procura
resolver problemas recurriendo a la razón, “es decir, al pensar claro y a la
experiencia más que a las emociones y a las pasiones”. Es una actividad
intelectual que implica observación y experimentación. Es escuchar los
argumentos críticos y aprender de la experiencia, por ensayo y error, como el
método científico. Requiere cooperación, raciocinio y tiempo para llegar a la
objetividad. Y la razón, como la ciencia también, se desarrolla con la crítica
mutua. El verdadero racionalismo para Popper es el de Sócrates, un gran
defensor de la sociedad abierta. Este racionalismo implica conciencia de las
propias limitaciones, modestia intelectual, conocimiento de la frecuencia con
que se yerra, comprensión de que necesitamos a los demás y de que, si bien la
razón nos permite ver con claridad, nunca nos permite ver del todo. El
seudorracionalismo, en cambio, es el de Platón y se basa en la creencia de la
superioridad de las propias dotes intelectuales y en la creencia de que se sabe
con certeza y autoridad. El irracionalismo, por su parte, sostiene que la
naturaleza humana no es racional, que la mayor parte de los hombres es dominada
por sus pasiones y emociones más que por su razón. El racionalismo implica analizar,
ante una decisión moral, las posibles consecuencias de una acción y elegir la
mejor, pues sólo si nos representamos concretamente las consecuencias podremos
conocer el peso de nuestra decisión; cuestión fundamental que con frecuencia
olvidamos. El racionalismo, en suma, está vinculado con la ingeniería gradual,
el humanismo, el igualitarismo y el individualismo y tiene por fin la libertad
y la seguridad.
El historicismo es una filosofía social,
política y moral por lo que se requieren juicios sociales, políticos y morales
que lo critiquen. La historia no tiene un significado si por él entendemos una
“clave” para comprender la historia y adivinar su futuro. Somos nosotros los
que la hacemos y los que forjamos nuestro destino al asumir nuestra
responsabilidad, y lo haremos plenamente si asumimos los valores de la sociedad
abierta a los que nos hemos referido. Por ello la educación es fundamental: una
educación basada en esos valores y con esos fines. La educación corona toda la obra
de Popper. No es causal que se encuentre al final de La sociedad abierta y no
ha sido suficientemente explorada. Debemos
aprender que lo que nos juzga a nosotros mismos es nuestra conciencia y no
nuestro éxito en la vida. Y ciertamente es posible despreciar el poder, la
gloria y la riqueza para obrar conforme a nuestra conciencia cumpliendo con
nuestro deber lo mejor que podamos. El problema de la educación actual es
que “se nos educa para actuar con el pensamiento puesto en los espectadores”:
vivimos para los otros y para los falsos valores sociales. Es una ética de la
fama y del destino, como la ha llamado Popper. Si en vez de eso optamos por
adquirir una sana estimación de nuestra importancia relativa con respecto a los
demás y por cumplir con nuestro deber encontrando satisfacción en la
realización de nuestro trabajo sin esperar alabanza o ausencia de culpa,
entonces, sólo entonces, podremos ser los individuos responsables y bien
educados que debemos ser. Necesitamos una ética que desdeñe el éxito y la
recompensa. Es una “dudosa moralidad” aquélla que obra en función de las
recompensas. Popper adopta el principio fundamental de la ética kantiana de la
autonomía de la voluntad como supremo principio de moralidad, esto es, que no
podemos aceptar la orden de ninguna autoridad por alta que sea sin ejercer
nuestra responsabilidad de juzgar la moralidad de esa orden. “La teoría ética
de Kant no se limita a la afirmación de que la conciencia del hombre es su
autoridad moral. Trata también de explicarnos lo que nuestra conciencia puede
exigir de nosotros”. Hay que atreverse a ser libre y a respetar la libertad de
los otros; éste es el espíritu de la ética kantiana, según Popper. En este
sentido la cita de Kant que utiliza Popper es muy significativa:
La ilustración —decía Kant— es la emancipación
del hombre de un estado de tutelaje autoimpuesto [...] de incapacidad para usar
su propia inteligencia sin guía externa. A tal estado de tutelaje lo llamo
“autoimpuesto” si se debe, no a falta de inteligencia, sino a falta de coraje o
determinación para usar la propia inteligencia sin la ayuda de un conductor. ¡Sapere
aude! ¡Atreveos a usar vuestra propia inteligencia! Este es el grito de batalla
de la ilustración. El mundo de hoy parece no favorecer estas características,
impregnado, como está, por la ética de la fama y del destino, por los valores
superfluos y por finalidades dudosas. Y no obstante, es la única forma de
salvarnos. La virtud, decía Tomás Moro, es la vida ordenada conforme a la
naturaleza y sigue el curso de la naturaleza al que se gobierna por la razón.
No otra cosa decían Sócrates, Platón, Aristóteles y Cicerón. Ante todo, la
educación debe fincarse en el antiguo principio de no hacer daño y hacer todo
el bien posible. Como San Agustín y Santo Tomás, Popper cree que esto es
fundamental: la necesidad de aplicar la regla de oro: “no hagas a otro lo que
no quieres que te hagan a ti”. El hombre —coinciden Popper y Skinner— necesita
creer en algo más que en sí mismo: algo por qué luchar y por qué sacrificarse,
aunque ciertamente necesita creer en sí mismo. Debemos otorgar a la juventud lo
que necesita con mayor urgencia para independizarse de nosotros y poder elegir
por sí misma. Tenemos que valorar la vida presente y aprender a realizar
ajustes que corrijan los errores y a solucionar problemas concretos. De nuevo
debemos desdeñar las metas grandilocuentes y luchar por suprimir el dolor
evitable y por aliviar el inevitable tanto como podamos. Quiero acabar con una
larga cita de Popper, de la mayor importancia. Con estas palabras termina La
sociedad abierta y sus enemigos y con éstas quiero acabar yo:
Somos nosotros quienes debemos decidir cuál
habrá de ser nuestra meta en la vida, y determinar nuestros fines. A mi juicio,
ese dualismo de hechos y decisiones es fundamental. Los hechos, como tales,
carecen de significado; sólo pueden adquirirlo a través de nuestras decisiones.
El historicismo no es más que una de las muchas tentativas de superar ese
dualismo; nace del temor que nos produce la comprensión de que en última
instancia toda la responsabilidad cae en nosotros, aun por las normas que
elegimos. Pero una tentativa de este tipo representa exactamente, a mi
entender, lo que suele describirse como superstición, pues supone que podemos
cosechar allí donde no hemos sembrado; trata de persuadirnos de que con sólo
ajustar nuestro paso al de la historia todo habrá (y deberá) de marchar a la
perfección y de que no es necesaria ninguna decisión fundamental de nuestra
parte; trata de desplazar nuestra responsabilidad hacia la historia, y de este
modo, hacia el juego de las fuerzas demoníacas que se mueven detrás de
nosotros; trata de basar nuestros actos en las ocultas decisiones de estos
poderes que sólo pueden revelársenos en inspiraciones e intuiciones místicas y
nos coloca así, a nosotros y nuestros actos, en el mismo nivel moral de un
hombre que, inspirado por los horóscopos y los sueños, elige el número señalado
para la lotería. Como el juego, el historicismo nace de la falta de fe en la
racionalidad y la responsabilidad de nuestros actos. Es una esperanza y una fe
bastarda, una tentativa de reemplazar la esperanza y la fe que surgen del
entusiasmo moral y del desdén del éxito, por una certeza derivada de esa
seudociencia de los astros, de la naturaleza humana o del destino histórico. El
historicismo no sólo es racionalmente insostenible, sino que también se halla
en pugna con toda religión que enseñe la importancia de la conciencia. En
efecto, una religión de este tipo debe estar de acuerdo con la actitud
racionalista hacia la historia y con su insistencia en la responsabilidad
suprema de nuestros actos y en su repercusión en el curso de la historia.
Verdad es que necesitamos de la esperanza; actuar, vivir sin esperanza es cosa
que supera nuestras fuerzas. Pero no necesitamos más que eso y, por lo tanto,
no se nos debe dar nada más. No necesitamos certeza. La religión, en particular,
no debe ser un sustituto de los sueños y de los anhelos arbitrarios, y no debe
parecerse ni al billete de lotería ni a la póliza de seguros. El elemento
historicista de la religión es un elemento de idolatría, de superstición. La
historia no tiene un significado, sólo nosotros se lo podemos dar y podemos
hacerlo defendiendo y fortaleciendo aquellas instituciones democráticas de las
que depende la libertad y, con ella, el progreso. Y lo haremos mucho mejor a
medida que nos vayamos tornando conscientes del hecho de que el progreso reside
en nosotros, en nuestro desvelo, en nuestros esfuerzos, en la claridad con que
concibamos nuestros fines y en el realismo con que los hayamos elegido. En
lugar de pasar como profetas debemos convertirnos en forjadores de nuestro
destino. Debemos aprender a hacer las cosas lo mejor posible y a descubrir
nuestros errores. Y una vez que hayamos desechado la idea de que la historia
del poder es nuestro juez, una vez que hayamos dejado de preocuparnos por la
cuestión de si la historia habrá o no de justificarnos, entonces quizá, algún
día, logremos controlar el poder. De esta manera podremos, a nuestro turno,
llegar a justificar la historia. Y por cierto que necesita seriamente esa
justificación.
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