Fuente: Bloghemia
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https://www.bloghemia.com/2024/09/la-dignidad-del-ateismo-por-slavoj-zizek.html
Artículo del filósofo esloveno, Slavoj
Zizek, donde analiza el fundamentalismo religioso y el ateísmo. Publicado por
primera vez el 12 de Marzo del año 2006, en el diario The New York
Times.
Durante siglos, se nos ha dicho que sin la religión no seríamos más que
animales egocéntricos luchando por lo que nos corresponde, que nuestra única
moral sería la de la manada de lobos; sólo la religión, se decía, puede
transportarnos a un nivel espiritual más elevado.
Hoy, cuando la religión aparece como fuente de
una violencia exterminadora de un extremo al otro del mundo, la certeza de que
los fundamentalistas cristianos, musulmanes o hindúes no se dedican a otra cosa
que a abusar de los mensajes espirituales más nobles de sus respectivos credos
y a pervertirlos hace que lo anterior suene cada vez más falso. ¿Qué
ocurriría si restableciéramos la dignidad del ateísmo, uno de los más excelsos
legados de Europa y quizás nuestra única alternativa en pro de la paz?
Hace más de un siglo, en Los hermanos
Karamazov y en otras de sus obras Dostoievsky advirtió contra
los riesgos del nihilismo moral ateo con el argumento esencial de que si Dios
no existe, entonces todo está permitido. El filósofo francés André Glucksmann
ha recurrido incluso a la crítica de Dostoievsky, al nihilismo ateo, para
aplicarla a [los atentados del] 11 de septiembre de 2001, tal y como se da a
entender en el título de su libro Dostoievsky en Manhattan.
Pocas argumentaciones podrá haber más
disparatadas: la lección del terrorismo de nuestros tiempos es que, si Dios
existe, todo, sea lo que sea, incluso el hacer saltar por los aires a miles de
personas inocentes, está entonces permitido, al menos para aquéllos que
proclaman que actúan directamente en nombre de Dios, puesto que está claro que
el hilo directo con el ser superior justifica saltar por encima de cualquier
barrera o consideración puramente humanas. En pocas palabras, los
fundamentalistas han terminado por no diferenciarse en nada de los comunistas
estalinistas y ateos, para quienes todo estaba permitido en razón de que se
consideraban a sí mismos como instrumentos directos de su divinidad: la
necesidad histórica de avanzar hacia el comunismo.
Durante la Séptima Cruzada, al mando de San
Luis, Yves le Breton contó que se había encontrado en cierto momento
con una anciana que vagaba por las calles con un plato en su mano derecha, del
que salían llamaradas, y con un cuenco lleno de agua en su mano izquierda. Al
preguntarle la razón por la que llevaba las dos vasijas respondió que con las
llamas iba a prender fuego al Paraíso hasta que no quedara ni rastro de él y
con el agua iba a apagar las llamas del Infierno hasta que no quedara ni rastro
de ellas, «porque no quiero que nadie haga el bien con el fin de ganarse la
recompensa del Paraíso o por miedo al Infierno, sino sola y exclusivamente por
amor a Dios». Hoy por hoy, esta actitud ética, verdaderamente cristiana, se
mantiene viva principalmente en el ateísmo. Los fundamentalistas realizan lo
que ellos consideran que son buenas acciones con el fin de cumplir la voluntad
de Dios y obtener la salvación; los ateos las realizan simplemente porque eso
es lo que hay que hacer. ¿Acaso no es ésta nuestra experiencia más elemental de
moralidad? Cuando realizo una buena acción, no la hago con las miras puestas en
ganarme el favor de Dios; actúo así porque, en caso contrario, no soportaría
mirarme al espejo. Por definición, una acción moral encierra en sí misma su
propia recompensa. David Hume, que era creyente, insistió en este punto de un
modo absolutamente conmovedor cuando escribió que la única forma de demostrar
un respeto auténtico por Dios era actuar moralmente sin tener en cuenta la
existencia del mismo.
Hace dos años, los europeos debatían si el
preámbulo de la Constitución Europea debía mencionar el cristianismo como
factor clave del patrimonio europeo. Como suele ser habitual, se llegó a una
solución de compromiso, una referencia en términos generales a la «herencia
religiosa» de Europa. Ahora bien, ¿dónde se ha quedado el legado más preciado
de Europa, el del ateísmo? Lo que hace singular a la Europa moderna es que se
trata de la primera y única civilización en la que el ateísmo es una opción
plenamente legítima, no un obstáculo para cualquier cargo público.
El ateísmo es un legado europeo por el que
merece la pena luchar, y entre las razones para ello no es la menor la de que genera
un espacio público en el que los creyentes pueden sentirse a gusto. Véase por
ejemplo el debate que se desató en Liubliana, la capital de Eslovenia, mi país
de nacimiento, cuando estalló la siguiente polémica de orden constitucional:
¿debería permitirse a los musulmanes (en su inmensa mayoría, trabajadores
inmigrantes llegados de las antiguas repúblicas yugoslavas) la construcción de
una mezquita? Mientras que los conservadores se oponían a la mezquita por
razones culturales, políticas e incluso arquitectónicas, el semanario liberal
Mladina no tuvo ningún empacho, con absoluta coherencia, en defender la
mezquita de acuerdo con su preocupación por los derechos de las personas
procedentes de las demás ex repúblicas yugoslavas.
No resultó sorprendente, dada su tendencia
liberal, que Mladina fuese también una de las escasas publicaciones eslovenas
que reprodujera las tristemente célebres caricaturas de Mahoma. Pues bien, a la
inversa, aquellos mismos que hicieron gala de la máxima comprensión hacia las
protestas violentas que habían originado esos dibujos entre los musulmanes
fueron también los que a menudo habían expresado su preocupación por el destino
del cristianismo en Europa. Estas alianzas extrañas confrontan a los musulmanes
de Europa con un dilema francamente arduo: la única fuerza política que no los
reduce a la condición de ciudadanos de segunda clase y que les abre un espacio
a la expresión de su identidad religiosa son los liberales ateos e indiferentes
a cualquier dios, mientras que aquéllos que están más próximos a sus prácticas
sociales religiosas -su reflejo en el espejo-, los cristianos, son sus
principales enemigos políticos. Lo paradójico es que los únicos aliados
auténticos de los musulmanes no son aquéllos que publicaron en primer lugar las
caricaturas por lo que tenían de impactantes, sino aquéllos que las
reprodujeron en defensa del ideal de la libertad de expresión. Mientras que un
ateo auténtico no tiene necesidad alguna de reafirmar su propia posición a
través de ninguna provocación a los creyentes mediante blasfemias, ese mismo
ateo se niega a reducir el problema de las caricaturas de Mahoma a una cuestión
de respeto a las creencias del otro. Y es que el respeto a las creencias del
otro como valor máximo no puede significar más que una de estas dos cosas: o
tratamos al otro con una actitud de condescendencia y evitamos herirle a fin de
no echar por tierra sus ilusiones o adoptamos la actitud relativista de la
multiplicidad de verdades, con lo que se descalifica, por su carácter de imposición
violenta, cualquier insistencia indubitada en la verdad.
¿Qué ocurriría, sin embargo, si sometiéramos
al islamismo, junto con todas las demás religiones, a un análisis crítico,
respetuoso pero, por esta misma razón, no menos implacable? Este, y sólo éste,
es el medio de mostrar un respeto auténtico por los musulmanes: tratarlos
seriamente como adultos responsables de sus creencias.
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