Fuente: El Tábano Economista
Link de origen:
https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2024/09/29/el-juego-de-la-economia-entre-clases-y-poder/
El mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados,
y ya sabrá cada quien de qué lado quiere o puede estar…
(Eduardo Galeano)
El poder real en el mundo, a través
de sus muchas conquistas en la batalla cultural, ha relegado la filosofía y la
economía a esferas incomprensibles para la mayoría de la sociedad, limitando
así su impacto en la vida cotidiana. Esto no es un asunto menor, ya que afecta
tanto al pensamiento como al bolsillo. En un contexto donde las personas buscan
respuestas rápidas y prácticas, la filosofía —antes clave para cuestionar el
mundo y entender nuestro lugar en él — se ha convertido en algo abstracto y
distante, percibida como innecesaria o demasiado compleja. No es casualidad:
aquellos que ostentan el poder han creado un entorno donde el pensamiento
profundo ya no tiene cabida, desalentando la reflexión crítica que podría
desafiar su control.
Por otro lado, la economía, que
impacta directamente en el bolsillo de las familias, también ha sido
monopolizada por «los que saben«, convirtiéndola en una materia ininteligible.
Nos hacen creer que es un terreno tan complicado que solo expertos con
conocimientos técnicos pueden manejarlo. Así, las decisiones económicas que
influyen en la calidad de vida de millones son tomadas en despachos alejados de
las preocupaciones reales de la gente y, por lo general, por expertos al
servicio de quienes ostentan el poder. La brecha entre la teoría económica y la
vida diaria se ensancha, y el ciudadano común se encuentra sin herramientas ni
capacidad para cuestionar esas decisiones, asumiendo que «así son las cosas».
El resultado es claro: una sociedad
que no comprende ni cuestiona los cimientos de su propia realidad, mientras una
élite global continúa, sin oposición, dictando el rumbo hacia una mayor
concentración del ingreso. La economía desempeña, por lo tanto, en la sociedad
una función paralela y complementaria a la de las leyes, actuando
específicamente como baluarte de una estructura de clases. Esto implica
que tanto el sistema económico como el legal trabajan conjuntamente para
mantener y perpetuar las divisiones y jerarquías existentes.
En La
economía desenmascarada, sus autores, De Max-Neef Smith y Philip B. Smith,
presentan una reseña sobre la función de la economía en la sociedad que nos
gustaría compartir, con el fin de atraer a las personas hacia ideas que afectan
su bienestar diario, decisiones que no pueden ser manejadas por quienes sirven
a los dueños del poder.
La estructura de clases de la
sociedad siempre ha estado sustentada y estabilizada por el sistema legal
existente. Esta es una razón fundamental detrás de todos los códigos de leyes.
Por ejemplo, el Código de Hammurabi, uno de los más antiguos códigos
ancestrales, que data de 1792 a.C., representa un desarrollado concepto de
igualdad entre los habitantes de Mesopotamia. Se basa en la aplicación de la
ley del talión (principio jurídico que busca reciprocidad de acuerdo al crimen
cometido), siendo también uno de los primeros ejemplos del principio de
presunción de inocencia, pues sugiere que tanto el acusado como el acusador
tienen la oportunidad de aportar pruebas.
Sin embargo, la parte que suele
obviarse — y que es central en la relación de poder— es el designio de los
dioses que imponían reyes sobre los seres comunes. El código está redactado en
primera persona y describe cómo los dioses eligen a Hammurabi para iluminar al
país y asegurar el bienestar de la gente, pero este conjunto de privilegios no
estaba disponible para todos. Las penas se aplicaban según el estatus social, y
solo había dos: hombres libres y esclavos; estos últimos no tenían esos
derechos. El código fue formulado explícitamente para apuntalar la estructura
de clases.
La idea era que las costumbres
prevalecieran de manera universal y fueran percibidas como naturales,
evitando así su cuestionamiento. En la ley feudal, regía la estructura de
clases y era todo lo necesario para definir completamente las relaciones
sociales. Estas relaciones eran percibidas y aceptadas por todos, incluso por
los desposeídos y oprimidos, como establecidas por Dios. A medida que
creció el poder y la riqueza de la clase comerciante —es decir, la burguesía,
que provocaría el fin de la época feudal— el conflicto real entre los que
tenían y los que no, salió a la superficie como un rasgo permanente de la
sociedad.
Maquiavelo fue el primero en
describir esta dicotomía básica, utilizando un ejemplo de su propia ciudad,
Florencia. En el capítulo IX de El príncipe distingue en cada ciudad
dos «disposiciones»: el pueblo y el poderoso. «El pueblo en todas partes
está ansioso por no verse dominado u oprimido por el poderoso, mientras que el
poderoso intenta dominar y oprimir al pueblo». Unas pocas líneas después
resulta claro hacia qué bando se inclinan las simpatías de Maquiavelo cuando
escribe: «El pueblo es más honesto en sus intenciones que el poderoso, porque
este busca oprimir al pueblo, mientras que la gente del pueblo solo busca no
ser oprimida».
Este conflicto básico ha sido un
determinante esencial en los acontecimientos históricos del siglo XX. Ha estado
detrás de todas las revoluciones, alzamientos y revueltas que la civilización
occidental ha experimentado. En la historia filosófica y ética, los partidarios
de variadas utopías han soñado con un mundo en el que este conflicto se haya
resuelto, pero la historia ha demostrado que es imposible.
Con el ascenso de la burguesía surgió
la necesidad de una nueva disciplina que pudiera justificar su poder
financiero. La «naturalidad» de las grandes fortunas y el poder político que
estas otorgaban a sus poseedores ya no era evidente, pues ya no resultaba
creíble que ese orden social fuese de origen divino. La forma en que los ricos
se hacían ricos y poderosos era visible para cualquiera, mientras que en la
época feudal los poderosos nacían poderosos y los sin poder nacían sin poder, y
así había sido desde tiempos inmemoriales.
Aunque físicamente los poderosos
podían disponer como quisieran de la riqueza creada por el pueblo, sus derechos
de acceso a dicha riqueza carecían de la bendición divina, por lo que se
precisaba otro fundamento intelectual. Esto era necesario debido a las
tendencias igualitarias que habían comenzado a manifestarse a partir del
Renacimiento. Se necesitaban argumentos que demostraran que el hambre de
los pobres es natural y que tratar de aliviarlo iría contra la naturaleza y
perturbaría el orden establecido. Para proporcionar tales argumentos,
además de la ley, era necesaria otra institución que mantuviera el orden
social. Esta institución no solo debía formular la justificación teórica del
nuevo orden, sino también aportar instrumentos para proteger a los propietarios
de fortunas acumuladas de leyes y regulaciones que amenazaran su derecho a tal
posesión.
Para cubrir esta necesidad surgió la
disciplina económica. El nacimiento de la economía y su reinvención, desde sus
inicios, fundamentó esta nueva economía, en la cual la dicotomía social no se
centraba solo en cómo eran las cosas, sino en cómo debían ser: la economía
positiva. Fue mi primera discusión con los neoliberales en la facultad. Por
«nueva economía» se hace referencia a esa escuela de pensamiento que escogió
justificar el statu quo, pues la economía no ha sido siempre igual.
Aristóteles, en el capítulo inicial
de su Política, hace una clara distinción entre lo que él denomina oikonomía (el
arte de la gestión del hogar) y irematistiké (el arte de la
adquisición):
La oikonomia de Aristóteles incluía
el estudio de y la práctica en diversas esferas vinculadas a la (re)producción
de valores de uso como la agricultura, las artesanías, la caza y la
recolección, la minería y hasta los conflictos bélicos. También incluía la
discusión sobre el valor, de la ética y de la estética, como parte integral de
su “arte de vivir y de vivir bien”. Implicaba un enfoque nómico centrado en
el valor de uso. La crematística (iremastiké) tenía asignado un papel
secundario. Dentro de ella Aristóteles introdujo una distinción con “el arte de
hacer dinero” —acumulación de valores de cambio mediante el comercio—.
Para Aristóteles, el objetivo de la vida no debe ser la riqueza en sí, sino la
felicidad y el bienestar, lo cual se logra mediante la correcta administración
(oikonomía) de los recursos.
La economía aristotélica, centrada
en el arte de vivir y de vivir bien, válida para todos los ciudadanos, no
permitía ser invocada como justificación del mantenimiento del statu quo. Sin
embargo, una lamentable bifurcación, la crematística —si se la convertía en
prioritaria— podía resolver el inconveniente. Para justificar la adquisición de
riqueza y poder, surgió la disciplina de la nueva economía. Según esta, se
suponía que la pobreza estaba determinada por la ley natural, y mediante
tal razonamiento —con una obvia laguna lógica— se asumía que cuando el
poderoso acumula riqueza todo el mundo se beneficia.
Hacia finales del siglo XIX comenzó
el proceso de vestir a la economía con el atuendo de las matemáticas para darle
la apariencia de poder encontrar leyes y verdades eternas. Pero ni siquiera
esto logró que la economía alcanzara el estatus necesario para convertir a los
economistas en académicos que manejan la verdad objetiva. Posteriormente,
otorgarles el título de predictores terminó por arruinarnos; quizás el último
clavo en nuestro ataúd como ciencia distinta a las sociales fue no haber
predicho la crisis de 2008 o, quizás peor, haber sido cómplices.
En cuanto a los ortodoxos, aceptan el
sufrimiento humano como un subproducto —quizá desafortunado—de una economía
eficiente. En los círculos académicos nunca se reconoce así, pero la tesis es
que, en la visión dominante del mundo, la verdadera meta de una economía
eficiente es proteger la riqueza y el poder de los ricos.
Bajo este disfraz se presenta la
austeridad como una política económica que busca reducir el déficit fiscal y la
deuda pública de un país, asumiendo que estas medidas pueden ser dolorosas a
corto plazo, pero necesarias para lograr un bienestar sostenible a largo plazo
que nunca llega —al menos no para el pueblo, aunque sí, y a corto plazo, para
los poderosos. Es importante señalar que la efectividad de la austeridad era un
tema controvertido; sus resultados demuestran que ya no lo es. Algunos
economistas argumentan que, en tiempos de recesión, estas políticas pueden
agravar la situación económica al reducir la demanda agregada.
La lucha será eterna entre el pueblo
y los poderosos. Lo lamentable es que el pueblo se ponga de parte de los
poderosos. Peor aún es creer que para manejar la economía se necesitan «los que
saben». Debe tenerse en cuenta que, si estás peor, entonces no saben.
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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado en Economía de la UNLP. Autor y editor del sitio especializado en temas económicos El Tábano Economista, columnista radial, analista
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