Gráfica APD
Fuente: Sin Permiso
https://www.sinpermiso.info/textos/globalizacion-capitalismo-y-hegemonia
El auge y agudización de la rivalidad
entre China y Estados Unidos se reduce con frecuencia a deseos personales de
supremacía (Trump vs. Xi Jinping en particular), cuando no se presenta como una
simple reiteración de la eterna batalla del Bien (Occidente, la democracia)
contra el Mal (Oriente, el despotismo). Al contrario, en su último libro, el economista
Benjamin Bürbaumer se propone describir y explicar esta rivalidad, que
determina algunas de las transformaciones más importantes del orden mundial
actual, a partir de un análisis del capitalismo y de sus contradicciones.
Andrea Cavazzini ha escrito una fascinante reseña de esta obra capital.
El contexto global en el que vivimos
está marcado en gran medida no sólo por la relación cada vez más conflictiva
entre China y Estados Unidos, sino también por una aceleración de la capacidad
de China para modificar estratégicamente el orden institucional -económico,
social y político- del mundo contemporáneo. Urge elaborar análisis lo más ricos
posible de esta situación, para comprender no sólo las metamorfosis de las
relaciones capitalistas y sus alternativas internas, sino también (obviamente)
para intentar descifrar las posibles perspectivas de su abolición.
En lo que respecta a la República
Popular China (RPC), el peso de los tópicos y fantasías más o menos recientes
sigue pesando mucho en los estudios francófonos y, sobre todo, en la imagen
generalizada y "pública" de la potencia asiática. Del discurso
apologético de ciertas corrientes "maoístas" de los años setenta al
discurso apenas más sutil de la ola "antitotalitaria", de los
escritos de Maria Antonietta Macciocchi o Philippe Sollers a los de Simon Leys,
lo que corre serio peligro de dejar de tener cabida es la inteligibilidad de la
China contemporánea y de su viaje, reducida a la imagen distópica de un inmenso
hormiguero tecnológico, dócil y videovigilado, caldo de cultivo inagotable de
la locura colectiva y de la manipulación diabólica. Sin embargo, es la
inteligibilidad del mundo contemporáneo y de sus tendencias estructurales lo
que está en juego en la posibilidad de ver en el futuro de la RPC algo distinto
de una fábula orientalista.
El libro de Benjamin Bürbaumer
representa un paso decisivo en la construcción de esta inteligibilidad. Sitúa
el papel que China desempeña hoy en la escena mundial tanto en la dinámica de
las relaciones de producción capitalistas como en una historia de luchas: las
luchas por la hegemonía libradas por las grandes potencias mundiales dentro del
modo de producción capitalista, pero también las luchas de las clases
trabajadoras y de los movimientos de oposición, cuya realidad ineludible
constituye, en el libro en cuestión, el punto de partida de una narración y un
análisis que conducen a la coyuntura actual y a su futuro posterior.
Sería imposible tratar aquí todos los
numerosos e importantes temas que Benjamin Bürbaumer aborda en el curso de
dicha narración: el libro debe ser leído en su totalidad por cualquiera que
desee obtener una visión de conjunto pertinente. No obstante, intentaremos
señalar algunos puntos que nos parecen decisivos y proponer algunas reflexiones
a partir de esta contribución esencial.
De las luchas sociales al capital
transnacional
El autor parte de una constatación:
la rivalidad actual entre China y Estados Unidos presupone la interdependencia
entre las dos potencias dentro de lo que se conoce como "globalización",
que corresponde a la hegemonía mundial de Estados Unidos bajo la dirección de
los sectores transnacionales del capital norteamericano.
Lejos de acercar a los dos gigantes y
pacificar sus relaciones, esta dependencia mutua está llevando a China a
subvertir la globalización, a reestructurar el mercado mundial con vistas a
adquirir un papel dominante en él y, en última instancia, a desafiar
abiertamente la hegemonía estadounidense, una estrategia global de la que las
Nuevas Rutas de la Seda, las iniciativas diplomáticas chinas y el rearme de la
República Popular son algunos de sus principales componentes. Según Bürbaumer,
esta tendencia no depende de factores contingentes, sino de la forma en que se
ha construido la dependencia mutua y del papel que ha desempeñado en la
globalización.
Bürbaumer echa la vista atrás a la
década de 1970, que considera la clave de ciertos aspectos estructurales de la
época actual y de las tendencias que amenazan con subvertir esas estructuras.
En efecto, la década de 1970 fue el momento en que, por una parte, se
desarrollaba la última secuencia mundial de luchas sociales y políticas y, por
otra, caía la tasa de beneficios de las empresas capitalistas norteamericanas.
Los párrafos iniciales del libro trazan el "pánico patronal" que
golpeó al establishment estadounidense a principios de los años 70 frente a una
secuencia en la que el crecimiento del contrapoder sindical, las prácticas de
lucha y reivindicación en las fábricas que tendían a desbordar a las centrales
sindicales, y un desafío al orden social fuera de las fábricas por parte de
movimientos juveniles, feministas, antirracistas, antibelicistas, etc., se
articulaban y retroalimentaban mutuamente.
Se trata de un cuestionamiento
general de los fundamentos de la sociedad capitalista norteamericana, que se
puede encontrar al otro lado del Atlántico, de forma más o menos intensa y
duradera: un cuestionamiento que está ligado a un declive constante, desde los
años 60, de la capacidad del capital para extraer beneficios de las inversiones
pasadas. Basándose en los trabajos de Gérard Duménil y Dominique Lévy, por una
parte, y en los de Robert Brenner, por otra, Bürbaumer explica que esta caída
de la tasa de beneficio depende no sólo de la presión ejercida por las
reivindicaciones salariales y las luchas sociales, sino también de la
competencia de las empresas de Alemania Occidental y Japón y, por último, de
los costes de la mecanización, que no se ven compensados por la eficacia en
términos de reducción del empleo de mano de obra viva.
La "globalización" fue (el
fruto de) la respuesta del capital a esta crisis múltiple. En el curso de la
secuencia, surgió en el seno del capital estadounidense una tendencia a la
"inversión en el extranjero" como instrumento de reducción de los costes
de producción, que condujo a la formación estable, y luego a la hegemonía, de
una "fracción transnacional" del capital industrial: "Esta
fracción vio converger sus intereses con los del sector financiero para formar
una alianza a favor de la libre circulación de capitales y mercancías: el
capital transnacional estadounidense" (ibíd.).
Del capital transnacional a la
globalización
Esta fracción es la fuerza motriz del
proceso conocido como "globalización", que aparece como una
reestructuración de las relaciones sociales a escala mundial: un proceso a la
vez económico, político y sociológico, que ha alterado radicalmente las
estructuras sociales y las comunidades humanas desde los años setenta.
Su fuerza motriz ha sido la doble
exigencia de extinguir la dinámica de protesta y de aumentar los beneficios
capitalistas. Fue en pos de este doble objetivo que el capital transnacional
estadounidense adoptó lo que David Harvey denomina una "solución
espacial" a la crisis: modificar las "condiciones territoriales"
en las que el capital persigue la realización de beneficios. En el contexto de
la década de 1970, esto implicaba no sólo la expansión espacial en un sentido
cuantitativo, sino también la "producción de un nuevo espacio global"
favorable a la "circulación de bienes, servicios y capital".
La reconstrucción que hace Bürbaumer
del proceso de globalización y de sus etapas no puede repetirse aquí en
detalle. Baste decir que uno de sus operadores políticos fundamentales es la
Comisión Trilateral, cuyo objetivo explícito es impulsar "políticas
coordinadas de liberalización [...]: libre comercio, libre circulación de
capitales, reducción del gasto público y de la fiscalidad, flexibilización del
empleo y de los tipos de cambio". Siguiendo el ejemplo de la Comisión Trilateral,
otros institutos privados, como el Club Bilderberg y el Instituto Atlántico,
formularon y aplicaron la política internacional del capital transnacional
estadounidense, apoyada principalmente por inversiones directas en el
extranjero. Para los países receptores, éstas implican "la absorción de
una parte significativa del capital nacional por el de un tercer país", la
"formación de una fracción de capital integrada en circuitos
transnacionales" y, por último, "una red de interconexiones que
vincula orgánicamente al país receptor con Estados Unidos", hasta el punto
de comprometer la separación y la independencia de las agrupaciones
socioinstitucionales atrapadas en este sistema de relaciones. Este fue
inicialmente el destino de los socios de Europa Occidental, destinatarios
iniciales de las inversiones más masivas.
Al haberse fusionado el capital
transnacional con el Estado estadounidense desde el mandato de Gerald Ford
(1974-1977), gracias sobre todo a los trabajos de la Comisión Trilateral, las
políticas de liberalización y desregulación se aplicaron primero a nivel
interno y luego se exportaron a través de la inmensa red de influencia
económica y política de la que el capital estadounidense era el centro:
"Durante los años ochenta, todos
los países más avanzados acabaron eliminando la mayoría de los obstáculos a la
libre circulación de capitales". Esto también significó exportar el
desmantelamiento de "secciones enteras del Estado del bienestar [...], la
desregulación, los recortes fiscales, los recortes presupuestarios y los ataques
a los sindicatos".
Sería imposible resumir aquí los
análisis de Bürbaumer sobre los tratados de libre comercio, el GATT, la OMC y
las múltiples etapas de la estrategia política del capital transnacional. Esta
estrategia, que implica una compleja interacción entre agentes públicos y
privados y una coordinación internacional cada vez más estrecha, tiene ahora un
alcance verdaderamente mundial, tras la desintegración del bloque soviético. La
plena globalización llegó bajo el mandato de Bill Clinton, quien declaró
explícitamente que la prosperidad y la estabilidad de Estados Unidos dependían
de su política exterior, y que Estados Unidos debía "estar en el centro de
toda red mundial vital". La "solución espacial" aportada a la crisis
de los años setenta implica, en última instancia, el papel de Estados Unidos
como "supervisor" del capitalismo globalizado y, por tanto, su
hegemonía en las relaciones internacionales.
Esta dinámica de reestructuración del
mundo en función de los intereses del capital transnacional estadounidense,
cuyos dos pivotes son la realización de beneficios mediante la expansión
espacial y el disciplinamiento de los trabajadores y de la disidencia
potencial, tiene dos dimensiones estratégicas, a las que Bürbaumer atribuye
gran importancia, y en las que debemos centrarnos.
La primera es la organización de la
economía mundial en "cadenas de valor" mediante la liberalización de
los flujos de capital y los acuerdos de libre comercio. La deslocalización ha
sido la "pieza central estratégica" de la globalización, ya que ha
dado "a las empresas la oportunidad de aumentar sus beneficios al tiempo
que garantizan un bajo incremento de los precios -mediante el recorte de
costes, el aumento de la flexibilidad, la evitación de riesgos y, en ocasiones,
la elusión de las normativas laborales y medioambientales- y conservan las
rentas procedentes del diseño, la comercialización y la actividad
financiera" .
La deslocalización no implica la
propiedad formal de diferentes segmentos de producción dispersos por el mundo:
para controlar los procesos de producción basta con "disponer de las
palancas para controlar las cadenas de valor mundiales, a saber, la propiedad
de las tecnologías clave y la organización de las redes de distribución esenciales
para la producción". Dicho de otro modo:
"Los protagonistas de las
cadenas de valor mundiales son las empresas líderes. Supervisan la fabricación
de un bien a partir de una serie de fábricas, a menudo dispersas en distintos
países, cada una de las cuales suministra un bien intermedio esencial para el
ensamblaje del bien final, que tiene lugar en países donde el coste de la mano
de obra es bajo. Aunque, en detalle, podemos identificar una variedad de
razones para la formación de la cadena - reducción del riesgo mediante la
diversificación de las localizaciones; reducción de los costes de producción
(mano de obra, suelo, energía, materias primas); aumento de la flexibilidad -
surge un hilo conductor común.
Todos estos factores contribuyen a
aumentar la rentabilidad del líder en detrimento de muchos proveedores, que se
ven obligados a aceptar una competencia feroz para formar parte de un número
reducido de cadenas, y sobre todo en detrimento de sus empleados. Las empresas
líderes son generalmente grandes empresas de países avanzados cuya actividad se
centra en el control oligopolístico del acceso a los mercados finales y que
pretenden monopolizar las tecnologías clave [...].
Dado que la creación de cadenas de
valor mundiales es ante todo una cuestión de poder de coordinación, requiere
unos gastos de capital mínimos -a diferencia de los proveedores-, al tiempo que
fomenta la reducción de los precios de los insumos. Como tal, es una
herramienta particularmente eficaz para aumentar los beneficios. Gracias a las
cadenas de valor mundiales, las multinacionales obtienen beneficios sin
acumulación, o más bien beneficios basados en la acumulación por
correspondencia, que impone la carga de la inversión a los proveedores".
Como condición para obtener
beneficios y operador del dominio de la fuerza de trabajo, las cadenas de valor
son la infraestructura material -incluyendo en el adjetivo la materialidad de
las organizaciones y las prácticas- de la globalización, la otra cara de los
tratados de libre comercio y las instituciones internacionales, lo que el
"despotismo fabril" es a la santa trinidad de "libertad,
propiedad y Bentham" en el Libro I de El Capital de Marx.
Para ocupar una posición dominante en
las cadenas de valor, es necesario, por un lado, controlar las condiciones
materiales de acceso a los flujos comerciales internacionales -en términos
concretos: controlar los canales físicos de comunicación, establecer los
criterios técnicos para la validación de los productos comerciales, monopolizar
tecnologías o recursos clave- y, por otro, asegurarse de que los socios
subordinados en la globalización sientan, no obstante, que esta subordinación
también les beneficia a ellos -lo que Bürbaumer denomina con el término
gramsciano "hegemonía"-. Es precisamente en estos dos nodos
estratégicos donde China desafía actualmente el liderazgo norteamericano, al
tiempo que desencadena una dinámica que probablemente reestructure radicalmente
el orden mundial.
De la globalización al ascenso de
China
China ha desempeñado, y sigue
desempeñando, un papel crucial en la configuración de este orden. Hacia finales
del siglo XX, la asociación asimétrica entre China y Estados Unidos constituyó
la espina dorsal de las relaciones capitalistas globalizadas, y las relaciones
entre ambos gigantes podían considerarse una especie de fusión dentro de un
mecanismo económico mundial.
La apertura progresiva de China a los
inversores extranjeros y su integración en las redes del capitalismo mundial
fueron decididas por la facción "liberal" del Partido Comunista Chino
(PCC), que llegó al poder tras la muerte de Mao Zedong y la liquidación de sus
partidarios: una facción que existía desde 1949 y que estaba menos preocupada
por experimentar una sociedad alternativa a las relaciones capitalistas que por
el desarrollo y el poder de un país que, a finales de los años setenta,
experimentaba una crisis industrial y agrícola radical y un aumento del descontento
de la población. Fue este sector de la estructura política dominante el que
mantuvo un firme control sobre el proceso de liberalización, rechazando
cualquier "terapia de choque" políticamente inmanejable y, sobre
todo, cualquier desafío al control del proceso por parte del Partido.
El objetivo era mantener el
equilibrio político y evitar cualquier pérdida de legitimidad ante la
población, tanto al inicio del proceso de liberalización como en su gestión.
Este proceso pasó por fases de ralentización, sobre todo tras las
movilizaciones de masas de 1989-1992, cuyo episodio más conocido fue la plaza
de Tiananmen. Bürbaumer recuerda el "fuerte componente obrero" y las
"reivindicaciones sociales" en favor de la protección de los
trabajadores y contra el enriquecimiento del estrato de burócratas en proceso
de fusión con los nuevos estratos empresariales.
La respuesta a estas movilizaciones
fue, por supuesto, la represión, pero también una intensificación de la
liberalización económica destinada a generar prosperidad y movilidad social,
que supuestamente podrían extinguir la contestación del poder y estructurar un
nuevo consenso de masas. Pekín abrió así radicalmente el país a los inversores
extranjeros:
"Durante la década de 1990,
China reforzó sus bazas como plataforma de exportación. Autorizó la creación de
empresas de propiedad totalmente extranjera, firmó acuerdos de protección de
las inversiones [...] y accedió a la otra gran exigencia del capital
transnacional: la repatriación sin trabas de los beneficios”.
El análisis de Bürbaumer muestra que
el proceso de liberalización tuvo lugar en un marco todavía fuertemente
sobredeterminado por la herencia del primer periodo de la República Popular
(1949-1976), en particular en lo que se refiere a la práctica gubernamental del
Partido-Estado y a la composición objetiva y subjetiva de la mano de obra. Por
una parte, el Partido multiplicó las intervenciones verticales imponiendo
reglamentaciones favorables a los inversores; por otra parte, jugó a la
descentralización de los ejecutivos locales en favor de las multinacionales que
buscaban las mejores condiciones locales para sus inversiones.
Pero los trabajadores asalariados
también demostraron una gran capacidad de iniciativa y resistencia entre los
años 90 y principios de los 2000, a través de una oleada de movilizaciones y
conflictos cuya intensidad fue la mayor desde la Revolución Cultural. Alcanzó
niveles cuasi insurreccionales, con "sentadas, bloqueos, ocupaciones,
huelgas, disturbios, incluso suicidios de trabajadores y asesinatos de
empresarios". Sin embargo, la otra cara de la moneda del poder de acción
de los trabajadores chinos ha sido su atractivo para los inversores
extranjeros, que no se han visto atraídos únicamente por los bajos salarios:
"Lo que distingue a China de
otros países periféricos que también disponen de una mano de obra barata y han
lanzado vastos programas de liberalización es su herencia socialista, que
confiere a las enormes reservas de mano de obra cualidades adicionales en
términos de educación y salud. A este contraste se añade el hecho de que, al
proceder a una liberalización más controlada, China ha podido evitar los
efectos devastadores de la terapia de choque".
Así pues, las innegables capacidades
gubernamentales del PCCh -aunque espoleadas por la presión de una población
acostumbrada a la indecisión y al combate- y la calidad del trabajo vivo han
contribuido a proteger a China de los efectos más brutales de la globalización
y a permitirle ocupar su lugar en ésta como actor, aunque subordinado, pero con
considerables ventajas estratégicas.
Estados Unidos ha sido el principal
impulsor de la inversión extranjera en China: la productividad de la mano de
obra china ha permitido a las empresas estadounidenses aumentar sus beneficios,
mientras que los productos baratos fabricados en China satisfacen las demandas
de los consumidores estadounidenses y europeos, debilitados por la
precarización y la desregulación. Los años 1990-2000 fueron años de luna de
miel a ambos lados del Pacífico: una proporción cada vez mayor de los
beneficios de las empresas estadounidenses procedía de China, mientras que el
crecimiento chino se disparaba".
Fue en ese momento cuando China
empezó a aparecer como un competidor más que como un socio subordinado dentro
del orden capitalista globalizado. En primer lugar, por el déficit comercial
entre China y Estados Unidos y por el aumento de la gama de las manufacturas
chinas. En segundo lugar, en la medida en que la propia China debe adoptar una
"solución espacial" a la sobreacumulación provocada por el aumento de
la capacidad de producción (sobre todo a raíz del plan de estímulo adoptado
durante la crisis mundial de 2007-2008), que sólo la proyección hacia el
mercado mundial parece capaz de absorber. Pero esta proyección no puede seguir
formando parte del mercado tal y como lo ha estructurado la globalización, sino
que debe reorganizarlo en profundidad.
El rápido aumento de la productividad
del trabajo en los años de crecimiento, gracias a la mayor utilización de
máquinas, acabó reduciendo la eficacia del capital: la caída de la tasa de
beneficio en los años 2000 impulsó una contratendencia mediante la
intensificación de la participación en el comercio internacional. Contrarrestar
la caída de la tasa de beneficios aumentando la presión sobre los asalariados,
por ejemplo reduciendo los salarios o alargando la jornada laboral, resultó imposible
debido al riesgo de protestas masivas y violentas.
Por otra parte, la extraversión de la
economía, y la centralidad de las exportaciones que induce, permite que
"los beneficios indirectos beneficien a campesinos, obreros y
empleados" y alimenta "la esperanza de una mejora continua del nivel
de vida". En otras palabras, se trataba de conciliar la acción para
reducir la tasa de beneficios con el mantenimiento de la legitimidad y el
consenso, que el Partido Comunista había convertido en una prioridad innegociable.
Dado que, incluso en un contexto de explotación intensiva y extensiva del
trabajo, la relación de fuerzas entre trabajadores, Partido y capital, así como
entre gobernados y gobernantes, nunca está totalmente desequilibrada o fijada,
la estrategia china para absorber las contradicciones de la acumulación sólo
puede girar hacia una radicalización de la extraversión de la economía.
China tiene, pues, la necesidad
estructural de reorganizar de manera favorable a sus intereses una economía
globalizada cuya configuración ha estado hasta ahora inextricablemente ligada a
la hegemonía del capital y del Estado norteamericanos.
Del ascenso de China al poder a la
lucha por la hegemonía
China está, pues, impulsada por una
dinámica que está reestructurando las relaciones económicas, políticas y
sociales a escala mundial. Esta reestructuración se ha convertido en una
estrategia explícita y deliberada por parte de los dirigentes de la República
Popular. El Partido Comunista ha mantenido bajo control estatal poderosos
conglomerados monopolísticos en sectores cruciales y ha impedido, mediante un
sistema de rotación de cargos, la formación de una clase de dirigentes
empresariales autónoma del Partido y solidaria con el capital transnacional
extranjero.
Además, el Partido consiguió
canalizar el capital privado incorporando a sus representantes a través de
complejas redes de relaciones informales, familiares y afectivas, que una vez
más parecen formar parte de la larga historia de las estructuras antropológicas
chinas. Sea como fuere, a diferencia de Europa Occidental, China no ha perdido
su autonomía estratégica e institucional tras su inclusión en el orden
globalizado, que ahora intenta reestructurar en su beneficio.
Este intento tiene varias caras, la
más espectacular de las cuales es la Nueva Ruta de la Seda (NRS, es decir, la
"iniciativa del cinturón y la carretera"), un conjunto de enlaces e
infraestructuras que engloba "ferrocarriles, oleoductos y gasoductos,
redes eléctricas y telefónicas, puertos y carreteras", destinado a
"favorecer una mayor integración económica de al menos sesenta países, que
representan casi dos tercios de la población mundial, alrededor de un tercio de
la producción mundial y el 70% de los recursos energéticos mundiales". El
efecto de esta gigantesca operación es reestructurar las cadenas de valor:
"Las NRS favorecen las
relaciones comerciales y financieras centradas en China, pero también la
adaptación de normas técnicas igualmente centradas en China. Las conexiones
eficientes que garantizan las infraestructuras se traducen en plazos de entrega
más cortos y menores costes de transporte y producción [...]. La mejora de las
conexiones también atrae la inversión extranjera directa y fomenta el
establecimiento de cadenas de suministro bajo la supervisión de las principales
empresas chinas. Además de convertirse en mercados de exportación para la
producción china, los países conectados por la NRS pasan a formar parte de una
nueva división territorial del trabajo.
Se trata, en efecto, de una reestructuración
global del mercado, y no simplemente de una intensificación cuantitativa de la
economía extrovertida de China: las NRS modifican permanentemente el espacio de
la vida económica. Los países miembros de las NRS pueden satisfacer necesidades
de infraestructuras y competencias técnicas que las instituciones de la
globalización (como el FMI o el Banco Mundial) nunca han estado dispuestas a
financiar, mientras que China, además de la financiación, proporciona los
bienes y la mano de obra necesarios para construir las infraestructuras".
Además de las infraestructuras
físicas, China invierte cada vez más en infraestructuras técnicas, como las
normas que definen los criterios que hacen que cualquier mercancía sea
"identificable y calificable por los agentes del mercado". Las
potencias que ostentan el poder de fijar estas normas tienen una clara ventaja
competitiva. China es cada vez más activa e influyente en los organismos
internacionales que elaboran normas técnicas. Tal como la describe Bürbaumer, en
páginas que conviene leer en detalle, la estrategia china parece ser una
operación coherente y sistemática destinada a deshacer progresivamente todos
los nudos -espaciales, físicos, técnicos- cuyo control permite a Estados Unidos
dominar el sistema mundial de producción y comercio.
Una parte de este proceso tiene una
relevancia más inmediata, sobre todo en lo que respecta a la rivalidad
sino-estadounidense en los campos de la inteligencia artificial y los
semiconductores: "la infraestructura digital también es objeto de una
feroz batalla por el control exclusivo de tecnologías clave", lo que
implica una intensificación de la capacidad de China para producir innovación
en sectores punteros y, por tanto, de la capacidad del sistema de investigación
y educación para desarrollar conocimientos y competencias avanzadas en estas
tecnologías.
Por último, es la infraestructura
monetaria la que se pone en el punto de mira cuando China desafía la supremacía
monetaria del dólar como principal moneda internacional, que permite a Estados
Unidos no sólo obtener "ganancias exorbitantes financiadas por el resto
del mundo", sino también disponer de un "instrumento de poder
político extraterritorial" a través de las sanciones financieras. Pero
dado que la supremacía monetaria está inextricablemente ligada a una relación
de subordinación política, los intentos de China de internacionalizar el
renminbi tienen una relación directa con el problema de la hegemonía mundial de
Estados Unidos. Porque, como nos recuerda Bürbaumer, refiriéndose a Gramsci, el
concepto de hegemonía incluye la dimensión del consenso, de la adhesión
voluntaria a un orden sometido a la autoridad del hegemón. Sin embargo, como ha
demostrado el curso de las crisis ucraniana y palestina, "Estados Unidos y
sus aliados más cercanos tienen dificultades para generar el consentimiento más
allá del círculo del Atlántico Norte".
Mientras que Estados Unidos, a pesar
de la desestabilización provocada por China, conserva una supremacía innegable
en las esferas monetaria y militar, parece encontrar cada vez más dificultades
para transformar el poder de facto en reconocimiento voluntario por parte de
los actores subordinados que, en cierto modo, participan libremente de los
beneficios de su lealtad al hegemón. Al desafiar el orden mundial bajo
hegemonía norteamericana, al menos desde la llegada al poder de Xi Jinping,
China ha tenido que vincular las mentes y los corazones de líderes y sociedades
extranjeros a su proyecto y papel globales. Su desafío a la hegemonía, y su
posible nueva hegemonía, deben llegar a ser deseables, además de estar
respaldados por ventajas materiales.
Así, China se ha esforzado cada vez
más por desarrollar un discurso sobre la paz y la prosperidad que su influencia
aportaría al mundo. Aunque la asociación de estas dos nociones puede traer a la
mente el mito del "comercio blando", Bürbaumer señala oportunamente
que parte del discurso chino hunde sus raíces en el tradicional
antiimperialismo de la República Popular. El apoyo que prestó en el pasado a
los movimientos de liberación sustenta el prestigio del que goza actualmente en
el "Sur global": en otras palabras, China sigue beneficiándose del
papel, tanto real como simbólico, que desempeñó durante la secuencia
"roja" internacional de los años sesenta y setenta.
Además, las relaciones de China con
otros países, en particular a través de las NRS, difieren de las prácticas de
Estados Unidos: China está construyendo infraestructuras y fábricas en países
que carecen de ellas, sin exigir la aplicación de terapias de choque
neoliberales ni la adopción de sus propias estructuras políticas. Frente a
Estados Unidos y los antiguos imperios coloniales europeos, la República
Popular se presenta como una fuerza de paz, cooperación y pluralismo, frente al
aventurerismo belicoso y el desprecio que muestran el hegemón y sus principales
aliados.
Por ejemplo, China está desplegando
una compleja diplomacia con los países "periféricos", centrada en la
educación, la información y la salud, en particular el acceso a medicamentos y
técnicas de tratamiento. Al mismo tiempo que los medios de comunicación chinos
difunden información sobre China y los países del "Sur", el sistema
universitario chino facilita el acceso a los estudiantes extranjeros de la
periferia, a los que las universidades "occidentales" prefieren
explotar o incluso rechazar cobrando matrículas exorbitantes y vejatorias:
"Aumenta así la proporción de
futuros responsables africanos y altos funcionarios formados en la República
Popular, sobre la base de los conocimientos tecnológicos y los métodos de
administración pública y gestión empresarial que allí prevalecen".
Como señala Alessandra Colarizzi, el
"modelo chino" puede representar un factor de dinamismo y
emancipación para un continente africano con una población joven y muchas
necesidades, aunque sólo sea por la mayor movilidad y circulación de personas,
conocimientos y técnicas. Los efectos de la estrategia china también pueden
tener consecuencias imprevisibles en partes del mundo que Estados Unidos y
Europa Occidental son incapaces de ver como algo más que objetos pasivos de
explotación y dominación.
El desafío que China representa para
la hegemonía norteamericana ya está movilizando al mundo
"periférico", sacudiendo el llamado statu quo de un orden globalizado
que cada vez más parece volver a la matriz imperialista y colonial del siglo
XIX. China parece ser consciente de esta situación, como demuestra su deseo de
presentarse oficialmente no como una "gran potencia", sino como el
"más grande entre los países en desarrollo": una elección discursiva
que describe la realidad con bastante lucidez, al tiempo que marca su
pertenencia estructural al campo opuesto al del hegemón. La traducción de esta
posición por la implicación cada vez más asertiva de China en la diplomacia y
la gestión de los asuntos internacionales es una historia muy reciente.
Conclusiones
Por último, una cosa está clara:
China está transformando profundamente el orden mundial en sus aspectos
político, económico, social y tecnológico. La hegemonía de lo que se ha dado en
llamar "Occidente", término plagado de dudosas sobredeterminaciones
ideológicas, se está agotando. Por supuesto, hay otros factores detrás de este
desafío que la sola presión china, aunque la estrategia de la República Popular
represente un momento decisivo.
El libro de Benjamin Bürbaumer traza
un rico cuadro de las formas en que se articula la posición china en este
contexto. Este tipo de análisis y síntesis se ha convertido en una base
indispensable para comprender las fuerzas que configuran el mundo actual,
fuerzas que, según muestra el autor, hunden sus raíces en la experiencia de las
revoluciones y los conflictos sociales del "corto siglo XX". Tanto la
globalización neoliberal como el auge del capitalismo chino tienen sus raíces
en las "secuencias rojas" de las décadas de 1960 y 1970, y en su
liquidación en los albores de la década de 1980.
Explorando más a fondo el hilo
conductor del entrelazamiento de duraciones y acontecimientos soterrados es
posible señalar cuestiones posteriores relativas a la República Popular, su
historia, sus determinaciones estructurales y, posiblemente, su trayectoria
futura. Si bien el análisis de los mecanismos económicos y las estrategias
globales de China es meticuloso y articulado, el libro es más breve sobre la
estructura socio-institucional de la República Popular y, sobre todo, sobre los
posibles efectos de dos estratos históricos singulares: el de la larga duración
de la historia china vista en sus estructuras antropológicas, y el del periodo
maoísta, incluidos los episodios "malditos" del Gran Salto Adelante y
la Revolución Cultural. Sin embargo, estas dos dimensiones podrían ayudar a
esclarecer ciertos aspectos del auge económico durante la época de las reformas
y la construcción del consenso por parte del Partido Comunista Chino, lo que
permitiría seguir cuestionando la noción de "hegemonía".
Se ha observado que la larga historia
de la China imperial muestra una polaridad entre un gobierno concentrado y un
"mar de comunidades agrarias autoorganizadas". Estas comunidades se
basaban en un sistema familiar patrilineal que constituye la matriz del ideal
confuciano de una sociedad formada por una miríada de "círculos
entrelazados", una sociedad en la que "todo el mundo mantiene una
relación social, por elemental que sea". En este sistema, el "amor
jerárquico" por los demás al que todos están ligados forma "una red
que rodea a toda la sociedad" y garantiza la estabilidad social. En otras
palabras, el modelo dominante de relaciones sociales en China es la familia
patriarcal extendida y ramificada, erigida en ideal moral y político por el
confucianismo.
Esto significa que, a diferencia de
Europa, donde las estructuras sociopolíticas dominantes han sido formas muy
diferenciadas y artificiales como el gremio, la iglesia, la ciudad y el Estado,
en China "es la sociedad civil, una sociedad extendida, estrechamente
entretejida con vínculos económicos y sociales entrelazados, la que se ha
convertido en la principal forma de organización social [...]. Fue en estos
sistemas familiares y en las redes interpersonales que encarnaban, y no en una
Iglesia o un Estado, donde los chinos de la época imperial encontraron su
principal fuente de subsistencia económica y de seguridad, así como los
servicios sociales indispensables". Michel Aglietta y Guo Bai plantean la
hipótesis de que estas estructuras relacionales siguen sustentando las
relaciones sociales y políticas en la China actual, por ejemplo en lo que
Gramsci llamaría la construcción del consenso por parte del Partido Comunista:
"Los grupos de solidaridad [...]
son grupos abarcadores e inclusivos que incorporan, como miembros, a
funcionarios locales [...]. Una de las principales obligaciones de la
solidaridad es hacer la parte del trabajo que a cada uno le corresponde para el
grupo. Esta responsabilidad informal es especialmente eficaz en sistemas
políticos fragmentados, donde la aplicación de la ley es débil. [Así] las
autoridades chinas, por su parte, no derivan su legitimidad de la democracia
procedimental. Su legitimidad procede directamente de la aceptación de la
sociedad civil, basada en la actuación de la administración. Así, el gobierno
chino es considerado directamente responsable de cualquier problema que surja
de la sociedad civil, especialmente cuando se trata de la seguridad, la
sostenibilidad o el bienestar de la población".
Otro aspecto significativo de la
formación social china y de su larga historia es la relativa indeterminación de
ciertos estatus sociales y políticos y, por tanto, la sensación de que es posible
cambiarlos mediante la movilización y el voluntarismo. La China imperial había
unido un poder centralizado, gestionado por funcionarios seleccionados mediante
oposiciones, a complejas redes de relaciones sociales y familiares locales.
Esta combinación impidió la aparición de una aristocracia hereditaria como
contrapeso permanente.
Pero también supuso mayores
oportunidades de ascenso social en un contexto en el que no existía una
distinción esencial entre nobleza y plebeyos. En la China contemporánea, algunos
observadores, como el escritor Yu Hua, han destacado la persistencia de la
movilización colectiva y su capacidad, si no para transformar conscientemente
las estructuras sociales, al menos para alterar profundamente las relaciones
jerárquicas en el seno de la población. Yu Hua ve tanto la Revolución Cultural
como la entrada en la economía de mercado como manifestaciones de una actividad
de masas impulsada por el deseo de cambiar su destino social:
"Cuando comenzó la Revolución
Cultural en 1966, el eslogan de Mao Zedong "Tenemos razones para
rebelarnos" despertó la naturaleza revolucionaria de los elementos más
débiles de la sociedad, que respondieron con fervor. Uno a uno, derrocaron a
los elementos fuertes de la época, es decir, a quienes detentaban el poder
[...]. Los comités tradicionales del Partido Comunista y los órganos de
gobierno estatales se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos, y surgieron
órganos de gobierno falsos como setas. Bastaba con reunir a un puñado de
simpatizantes y, de la noche a la mañana, se podía montar un cuartel general
rebelde [...].
Aunque, vista desde fuera, la
sociedad cambió por completo, el espíritu siguió siendo en algunos aspectos
sorprendentemente similar. Si la Revolución Cultural fue un movimiento masivo
de toda la población, de forma igualmente masiva nos embarcamos en el
desarrollo económico [...]. Al igual que al principio de la Revolución Cultural
surgieron de golpe innumerables cuarteles generales rebeldes, en los años
ochenta aparecieron de repente innumerables empresas privadas, cuando la pasión
por la revolución dio paso a la pasión por el dinero [...]. Durante estos
treinta gloriosos años, la clase de gente con pocos medios logró hazañas sin
precedentes".
De estos aspectos de la historia y la
sociedad chinas, sería imprudente extraer más que la siguiente conclusión: la
interpretación de la dinámica china exige que el análisis de las estrategias
del Partido se vincule a la larga duración de las estructuras sociales y a los
afectos y comportamientos colectivos que sacuden o transforman las relaciones
de poder y legitimidad. Podemos suponer que es a partir de estos datos como
podemos hacer inteligible la singularidad del sistema social y político que
aspira hoy a la hegemonía mundial, los recursos en los que se basa su dinámica
económica y el equilibrio de sus instituciones políticas.
Finalmente, es en relación con dicha
hegemonía que podemos plantear un último problema. Como nos recuerda Bürbaumer,
la hegemonía presupone el reconocimiento por parte de las fuerzas subordinadas
de su interés en admitir la supremacía del hegemón. Pero, para dar un paso más
en la ruptura con cualquier visión brutalmente mecanicista de las relaciones
hegemónicas, tal vez deberíamos recordar que, para Gramsci, una fuerza
hegemónica no se mide únicamente por la creación de un consentimiento de facto:
el hegemón sólo es tal a condición de que su hegemonía exprese una perspectiva
universal, de que logre una síntesis histórica capaz de desarrollar las
potencias genéricas de la especie humana entre el mayor número y de utilizarlas
con fines racionales.
Por eso, para el comunista sardo, la
hegemonía se refiere a la "reforma intelectual y moral", es decir, a
"la capacidad de implicar activamente a toda la población, haciéndola
protagonista de una gran y total conmoción de las relaciones de poder"
[20]. En otras palabras, la hegemonía nunca es un simple hecho: es también un
valor, cuya consistencia depende de lo que permita hacer a los pueblos consigo
mismos, tomando en sus manos su propio destino. Desde este punto de vista, la
lucha por el poder entre las potencias mundiales sólo es interesante si puede
reabrir la dialéctica de esta concepción de la hegemonía y, por tanto, la
perspectiva de una forma cualitativamente superior de organizar las condiciones
de la existencia humana en la tierra.
Sería precipitado afirmar o negar
cualquier cosa sobre el posible vínculo entre tal organización y las tendencias
conflictivas dentro de la formación social china: a este respecto, la
investigación está por hacer. Como dijo una vez un poeta alemán, "la
barbarie no viene de la barbarie, sino de los negocios; aparece cuando los
hombres de negocios ya no pueden hacer negocios sin ella".
Con las palabras de otro poeta
alemán, Goethe, concluye Bürbaumer su obra, instándonos a barrer todo
imperialismo. Por desgracia, tal operación no puede llevarse a cabo sin pasar
por turbulencias, que el libro prevé lúcidamente, y que corren el riesgo de
hacer vana cualquier esperanza de una nueva hegemonía en el sentido gramsciano.
Pero sería igualmente inútil temer esas turbulencias, dado el precio que hay
que pagar por mantener el statu quo.
Andrea Cavazzini es investigador en la
Universidad de Lieja. Desde hace varios años trabaja sobre la historia y el
legado del movimiento comunista. Entre sus publicaciones figuran "Le sujet
et l'étude. Ideologie et savoir dans le discours maoiste" (2010) y
"Enquête ouvrière et théorie critique. Enjeux et figure de la centralité
ouvrière dans l'Italie des années 1960" (2013).
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