Fuente: El Viejo Topo
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Durante todo el periodo de posguerra en los
países metropolitanos la democracia nunca ha estado en un estado tan extraño
como el actual. Se supone que la democracia significa la aplicación de
políticas conformes con los deseos del electorado. Cierto, no es que los
gobiernos primero averigüen los deseos populares y luego decidan la política;
la conformidad entre ambos se garantiza bajo el dominio burgués cuando el
gobierno decide las políticas de acuerdo con los intereses de la clase
dominante y luego dispone de una maquinaria de propaganda que persuade al
pueblo sobre la sensatez de estas políticas La conformidad entre la opinión
pública y lo que desea la clase dominante se consigue así de una manera
compleja cuya esencia reside en la manipulación de la opinión pública.
Sin embargo, lo que ocurre actualmente es
totalmente distinto: la opinión pública, a pesar de toda la propaganda que se
le dirige, desea políticas totalmente distintas de las que persigue
sistemáticamente la clase dominante. En otras palabras, las políticas
favorecidas por la clase dominante se están llevando a cabo a pesar de que
la opinión pública se opone a ellas de forma palpable y sistemática. Esto
es posible gracias a que la mayoría de los partidos políticos se alinean detrás
de estas políticas; es decir, gracias a que un amplísimo espectro de formaciones
o partidos políticos respaldan estas políticas en contra de los
deseos de la mayoría del electorado. Así pues, la situación actual se
caracteriza por dos rasgos distintos: en primer lugar, una amplia unanimidad
entre el grueso de las formaciones políticas (partidos); y en segundo lugar,
una falta total de congruencia entre lo que acuerdan estos partidos y lo que
desea el pueblo. Esta situación no tiene precedentes en la historia de la
democracia burguesa. Además, estas políticas no se refieren a cuestiones
menores sobre tal o cual asunto, sino a cuestiones fundamentales de guerra y
paz.
Tomemos el ejemplo de Estados Unidos. La
mayoría de la población de ese país, según todas las encuestas de opinión
disponibles, está horrorizada por la guerra genocida de Israel contra el pueblo
palestino; desearía que Estados Unidos pusiera fin a la guerra y no siguiera
suministrando armas a Israel para prolongarla. Pero el gobierno estadounidense
está haciendo precisamente lo contrario, aun a riesgo de convertir la guerra en
una que envuelva a todo Oriente Próximo. Del mismo modo, la opinión pública
estadounidense no desea una continuación de la guerra de Ucrania. Es partidaria
de poner fin a ese conflicto mediante una paz negociada; pero el gobierno
estadounidense (junto con el del Reino Unido) ha torpedeado sistemáticamente
toda posibilidad de arreglo pacífico. Su oposición a los acuerdos de Minsk, una
oposición transmitida a Ucrania a través del viaje del primer ministro
británico Boris Johnson a Kiev, fue lo que inició la guerra en primer lugar; e
incluso ahora, cuando Putin había hecho ciertas propuestas para establecer la
paz, incitó a Ucrania a lanzar su ofensiva de Kursk, que acabó con todas las
esperanzas de paz.
Lo significativo es que tanto los republicanos
como los demócratas de EEUU están de acuerdo en esta política de proporcionar
armas a Netanyahu y Zelensky, a pesar de que la opinión pública desea la paz y
a pesar de que cualquier aventurerismo de Ucrania corre el riesgo de
desencadenar una conflagración nuclear.
Este contraste entre lo que desea el pueblo, a
pesar de toda la propaganda a la que ha sido sometido, y lo que ordena el
establishment político, aflige a todos los países metropolitanos; pero en
ningún lugar es tan descarnado como en Alemania. La guerra de Ucrania afecta
directamente a Alemania de una manera que no afecta a ningún otro país
metropolitano, ya que Alemania dependía totalmente del gas ruso para sus
necesidades energéticas. Las sanciones impuestas a Rusia han provocado una
escasez de gas; y la importación de sustitutos más caros desde Estados Unidos
ha hecho subir los precios del gas hasta niveles que repercuten fuertemente en
el nivel de vida de los trabajadores alemanes. Los trabajadores alemanes exigen
con urgencia el fin de la guerra de Ucrania; pero ni la coalición gobernante,
formada por los socialdemócratas, los demócratas libres y los verdes, ni la
principal oposición, formada por los democristianos y los socialcristianos,
muestran interés alguno por una resolución pacífica del conflicto. Por el
contrario, la clase política alemana está intentando azuzar el miedo a la
aparición de tropas rusas en las fronteras alemanas, ¡aunque, irónicamente, son
tropas alemanas las que están estacionadas actualmente en Lituania, en las
fronteras de Rusia!
En su desesperación por poner fin a la guerra
de Ucrania, el pueblo trabajador alemán está recurriendo a la neofascista AfD,
que profesa estar en contra de la guerra (aunque uno sabe que
inevitablemente traicionará esta promesa en cuanto se acerque al poder) y al
nuevo partido de izquierda de Sahra Wagenknecht, que se separó del partido de
izquierda matriz, Die Linke, por esta misma cuestión de la guerra.
Exactamente lo mismo ocurre con las actitudes
alemanas hacia el genocidio de Gaza. Mientras que el grueso de la población
alemana se opone a este genocidio, el gobierno alemán ha criminalizado de hecho
toda oposición al genocidio israelí alegando que constituye «antisemitismo».
Incluso disolvió una convención que se estaba organizando para protestar contra
el genocidio, a la que habían sido invitados ponentes de renombre internacional
como Yanis Varoufakis. El uso de la vara del «antisemitismo» para golpear toda
oposición a la agresión de Israel está muy extendido también en otros países
metropolitanos. En Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, el antiguo líder del Partido
Laborista, fue expulsado de ese partido, aparentemente por su supuesto
«antisemitismo» pero en realidad por su apoyo a la causa palestina; y las
autoridades universitarias estadounidenses han invocado esta acusación contra
las protestas generalizadas en los campus que han sacudido ese país.
Normalmente, se intenta conseguir este tipo de
cabalgada sobre la opinión pública manteniendo estas cuestiones candentes de la
paz y la guerra totalmente fuera de la discusión política. En las próximas
elecciones presidenciales estadounidenses, por ejemplo, dado que ambos
contendientes, Donald Trump y Kamla Harris, están de acuerdo en suministrar
armas a Israel, esta cuestión en sí no figurará en ningún debate presidencial
ni en la campaña presidencial. Mientras que otros temas en los que difieren
ocuparán el centro del escenario, el crucial que afecta a la gente y en el que
tienen una opinión diferente de los contendientes, no será un tema de debate.
Una de las razones del apoyo de la clase
política a las acciones israelíes, que dista mucho de ser insignificante, es la
generosa financiación que recibe de los donantes proisraelíes. Según un informe
publicado en la revista Delphi Initiative (21 de agosto), la
mitad del gabinete de Keir Starmer, el recién elegido primer ministro laborista
británico, había recibido dinero de fuentes proisraelíes para concurrir a las
elecciones que les llevaron al poder. El mismo número de la misma revista
informa también de que un tercio de los miembros conservadores del parlamento
británico habían recibido dinero de fuentes pro-Israel para las elecciones. En
otras palabras, el dinero pro-Israel está a disposición de los dos principales
partidos de Gran Bretaña; esto hace que el apoyo a las acciones israelíes sea
un asunto bipartidista.
Por otro lado, lo que les ocurre a quienes se
posicionan con Palestina queda ilustrado por dos casos en los miembros del
Congreso de Estados Unidos, Jamaal Bowman y Cori Bush, ambos representantes
progresistas negros, que simpatizaban con la causa palestina y eran fuertes
críticos del genocidio israelí, fueron derrotados por la intervención del AIPAC
(Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí), un poderoso lobby
proisraelí, que vertió millones de dólares en el esfuerzo. La Iniciativa
Delphi del 31 de agosto informa de que se habían gastado 17 millones de
dólares para la derrota de Bowman y 9 millones de dólares para la campaña
publicitaria contra Cori Bush. Curiosamente, en la campaña contra Cori Bush no
se mencionó la agresión de Israel contra Gaza, ya que el AIPAC sabía que en ese
tema concreto el público habría apoyado a Cori Bush en lugar de a su oponente,
y de ahí que frustrara sus planes para derrotarla. Lo que todo esto significa
es que una decisión fundamental sobre la guerra y la paz que afecta a todo el
mundo está siendo tomada en los países metropolitanos en contra
de los deseos del pueblo por un estamento político financiado por grupos
de presión con intereses creados.
Así pues, en la metrópoli se ha pasado de la
«manipulación de la disidencia» mediante la propaganda a la ignorancia total de
la disidencia, incluso de la disidencia de una mayoría que ha demostrado ser
inmune a la propaganda. Esto representa una nueva etapa en la atenuación de la
democracia, una etapa caracterizada por una bancarrota moral sin precedentes
del establishment político. Dicha bancarrota moral del establishment político
tradicional también constituye el contexto para el crecimiento del fascismo;
pero tanto si el fascismo llega realmente al poder como si no, la atenuación de
la democracia en las sociedades metropolitanas ya ha desempoderado a la gente
hasta un punto sin precedentes.
Fuente: ESPAIMARX
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