Fuente: Bloghemia
Link de Origen:
https://www.bloghemia.com/2024/09/cultura-y-tragedia-por-roland-barthes.html
"La tragedia no es tributaria de la vida; es el sentimiento trágico de la
vida el que es tributario de la tragedia." Roland Barthes
Philippe Roger, autor de un ensayo sobre
Roland Barthes, ha encontrado este texto olvidado del escritor. Fue publicado en
1942 en una revista de estudiantes. Roland Barthes tenía entonces veintisiete
años. De todos los géneros literarios, la tragedia es el que más
marca un siglo, el que le da más dignidad y profundidad. Las épocas de
esplendor, indiscutidas, son las épocas trágicas: siglo V ateniense, siglo
isabelino, siglo xvii francés. Fuera de esos siglos, la tragedia —en sus formas
constituidas— se calla. ¿Qué pasaba en esas épocas, en esos países, para que la
tragedia fuese posible, fácil incluso? La tierra parecía ser tan fecunda que
los autores trágicos nacían por montones, llamándose y provocándose unos a
otros. Es fácil percibir que tal conexión entre la calidad del siglo y su
producción trágica no es arbitraria. Es que en realidad esos siglos eran siglos
de cultura.
Pero aquí debemos definir la cultura no como
el esfuerzo de adquisición de un saber más grande, ni siquiera como el
mantenimiento ferviente de un patrimonio espiritual, sino sobre todo, según
Nietzsche, como «la unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones
vitales de un pueblo».
Así, comprenderemos que en las grandes épocas
trágicas, el esfuerzo de los genios y del público se ocupaba no tanto del
enriquecimiento de los conocimientos y experiencias como del despojo cada vez
más riguroso de lo accesorio, la búsqueda de una unidad de estilo en las obras
del espíritu. Era necesario obtener de y dar al mundo una visión sobre todo
armoniosa —aunque no necesariamente serena—, esto es, abandonar voluntariamente
un cierto número de matices, de curiosidades, de posibilidades, para presentar
el enigma humano en su delgadez esencial.
Esta definición permite pensar que la tragedia
es la más perfecta y difícil expresión de la cultura de un pueblo, es decir,
una vez más, de su aptitud para introducir el estilo allí donde la vida no
presenta sino riquezas confusas y desordenadas. La tragedia es la más grande
escuela de estilo: ella enseña más a despejar que a construir, más a
interpretar el drama humano que a representarlo, más a merecerlo que a
sufrirlo. En las grandes épocas de la tragedia la humanidad supo encontrar una
visión trágica de la existencia y, por una vez quizás, no fue el teatro el que
imitó la vida, sino la vida la que recibió del teatro una dignidad y un estilo
verdaderamente grandes. Así, en esas épocas, por este intercambio mutuo de la
escena y del mundo, encontróse realizada la unidad del estilo que, según
Nietzsche, define la cultura. Para merecer la tragedia es necesario que el alma
colectiva del público alcance un cierto grado de cultura, esto es, no de saber,
sino de estilo.
Las masas corrompidas por una falsa cultura
pueden sentir en el destino que las abruma el peso del drama; se complacen en
el despliegue del drama, e impulsan este sentimiento hasta poner drama en cada
uno de los pequeños incidentes de la vida. Aman en el drama la ocasión de
desbordar un egoísmo que permite apiadarse indefinidamente de las más pequeñas
particularidades de su propia infelicidad, de bordar de patetismo la existencia
de una injusticia superior, lo que aparta muy oportunamente toda
responsabilidad.
En este sentido la tragedia se opone al drama;
ella es un género aristocrático que supone una alta comprensión del universo,
una claridad profunda sobre la esencia del hombre. Las tragedias del teatro no
han sido posibles sino en países y épocas en que el público presentaba un
carácter eminentemente aristocrático, sea por rango (siglo XVII), sea por una
cultura popular original (entre los griegos del siglo V). Si el drama (cuyo
género decadente fue el melodrama, y uno se aclara por el otro) procede de la
ganga cada vez más desbordante de las desdichas humanas, frecuentemente en lo
que tienen de más pusilánime, la tragedia no es más que un esfuerzo ardiente de
despojar el sufrimiento humano, reducirlo a su esencia irreductible, apoyarlo
—estilizándolo en una forma estética impecable— sobre el fundamento primero del
drama humano, presentado en una desnudez que sólo el arte puede alcanzar.
La tragedia no es tributaria de la vida; es el
sentimiento trágico de la vida el que es tributario de la tragedia. He allí por
qué las tragedias de teatro no han seguido esa suerte de evolución histórica
que hace que de un estadio primero surja un estadio segundo más perfeccionado,
y así sucesivamente. Para ello se hubiera requerido que la tragedia del teatro
se implicase estrictamente en la lenta evolución de los siglos, imitase la
transformación de las vidas y de las mentalidades y que, en las épocas de falsa
cultura, prefiriera corromperse que morirse. No ha obrado así la tragedia; su historia
no es sino una sucesión de muertes y resurrecciones gloriosas. Ella puede
decrecer y desaparecer con la misma desenvoltura sublime con que apareció:
después de Eurípides la tragedia se pierde (admitiendo que Eurípides fuese un
verdadero trágico, lo que no hizo Nietzsche). Después de Racine no hay más que
tragedias muertas, hasta el día en que nazca una nueva forma trágica
—radicalmente distinta, a menudo irreconocible de la primera.
En las tragedias del teatro el interés no es
el de la curiosidad, como en los dramas. El público no sigue, jadeante, las
peripecias de las historias para saber cuál será el final. En las bellas
tragedias el desenlace se conoce por anticipado; no puede ser otra cosa que lo
que es: ni el poder del hombre, ni a veces el del Dios (y esto es propiamente
trágico) pueden mejorar ni modificar la suerte del héroe. Y sin embargo el alma
del espectador se aferra con pasión a la marcha de la pieza. ¿Por qué?
Es el milagro de la tragedia; nos indica que
nuestra búsqueda más íntima no va al resultar de las cosas sino a su por qué.
Poco importa saber cómo terminará el mundo; lo que importa saber es qué es lo
que es, cuál es su verdadero sentido —no en el Tiempo, poder bien cuestionable
y cuestionado, sino en un universo inmediato, despojado de las puertas mismas
del Tiempo.
De todas las tragedias del teatro se
desprendería, pues, la lección siguiente —si es que el arte puede enseñar
algo—: el hombre, ese semidiós, tiene en el universo como marca distintiva su
pensamiento, su deseo y su poder de conocimiento, fuente de riquezas sensibles
y de sutiles acciones. Pero esa potencia electiva del pensamiento, al distraer
gloriosamente al hombre del ritmo universal de los mundos, sin igualar sin
embargo la omnipotencia divina, sumerge al alma humana en un sufrimiento
indecible e incurable. Es de este sufrimiento que está formado nuestro mundo,
el de nosotros los hombres.
La tragedia del teatro nos enseña a contemplar
este sufrimiento bajo la luz sangrante que proyecta sobre él; o, mejor, a
profundizar este sufrimiento, despojándolo, purificándolo; a sumergirnos en ese
sufrimiento humano, bajo el cual estamos carnal y espiritualmente moldeados, a
fin de recuperar en ella no sólo nuestra razón de ser, lo que sería criminal,
sino nuestra esencia última y, con ella, la plena posesión de nuestro destino
de hombre. Habremos entonces dominado el sufrimiento impuesto e incomprendido
por el sufrimiento comprendido y consentido; e inmediatamente el sufrimiento se
vuelve alegría. Así, Edipo Rey, el corazón abrumado por el raro dolor de haber
involuntariamente matado a su padre y casado con su madre, porque acepta ese
dolor sin dejar de sentirlo, porque lo contempla y lo medita sin intentar
desprenderse de él, poco a poco se transfigura e irradia, él, el criminal, un
brillo sobrehumano casi divino (en Edipo en Colono).
Sobre los escenarios griegos los autores
llevaban coturnos, que los elevaban por encima de la talla humana. Para que
tengamos derecho de ver tragedia en el mundo, es necesario que ese mundo calce
coturnos y se eleve un poco más alto que la mediocre costumbre.
Todos los pueblos, todas las épocas, no son
igualmente dignas de vivir la tragedia. Ciertamente, el drama es generosamente
dispensado a través del mundo. La tragedia es más rara, pues no existe en
estado espontáneo: se crea con sufrimiento y arte; presupone de parte del
pueblo una cultura profunda, una comunión de estilo entre la vida y el arte. Lo
propio del héroe trágico es que mantiene en sí, tanto más por cuanto que es
gratuito, «el ilustre encarnizamiento de no ser vencido» (Hugo).
Hace falta, pues, una gran fuerza de heroica
resistencia a los destinos o, si se prefiere, de heroica aceptación de los
destinos, para poder decir que es tragedia lo que un hombre o un pueblo crean
en su vida.
Así, nuestra época, por ejemplo: ella es
ciertamente dolorosa, hasta dramática. Pero nada dice aún que sea trágica. El
drama se sufre; la tragedia, en cambio, se merece, como todo lo grande.
Comentarios
Publicar un comentario