Fuente: Jacobin
https://jacobinlat.com/2024/09/1814-1914-2014/
No se trata de encontrar hechos
repetidos en la historia. Tampoco de definir ciclos históricos de manera
forzada. Se trata de jugar un poco con las fechas y ver si los conceptos que
nos brinda la teoría nos sirven para explicar mejor los procesos. Como un
médico, que primero pregunta y estudia en profundidad los síntomas para luego
decir cuál es la enfermedad, el historiador debe primero estudiar en
profundidad los hechos para ver luego qué nociones aplican mejor.
El médico intenta hacer un
diagnóstico de su paciente para saber qué necesita en el momento de su
atención. El historiador intenta hacer un balance político del pasado para dar
cuenta de las necesidades del presente (o, también, como afirma Javier Cercas
en su libro El impostor, el historiador, así como el juez, busca la verdad
para luego emitir un veredicto, que puede ser refutado… pero es un veredicto).
No se trata, entonces, de encontrar
patrones que expliquen la historia de manera lineal, teleológica, ni de manera
repetitiva o cíclica, sino de advertir las consecuencias comunes que se
desprenden de procesos anteriores con características similares. Es lo que este
ensayo intenta plantear: tan solo una advertencia respecto de la proximidad
real de un nuevo período de conflagraciones que podrían tener consecuencias
devastadoras.
Es un veredicto refutable. Esperemos.
1814
El 18 de septiembre de ese año
comenzó el Congreso de Viena. Una sucesión de conferencias bilaterales entre
diplomáticos que buscaron cerrar el ciclo abierto por todo un período anterior
marcado por «la guerra y la revolución». Fue un intento por reordenar a una
Europa convulsionada luego de veinticinco años de una gigantesca guerra civil y
la desarticulación del orden dieciochesco europeo que concluyó con un estimado
de 4 millones de muertes.
Una enorme conmoción que no se vivía
en Europa, tal como analiza Enzo Traverso, desde, al menos, la Guerra de los
Treinta Años (1618-1648). Aquel conflicto concluyó con una importante pérdida
de poder eclesiástico, el fraccionamiento del Sacro Imperio (retrasando hasta
el siglo XIX la unificación alemana), la decadencia del Imperio Español y el
emergente de Inglaterra como una nación moderna. Fue la señal de largada para
un nuevo orden que se sostendría en Europa por más de cien años, hasta el
estallido de una nueva guerra y la apertura de un nuevo ciclo revolucionario.
La nueva conformación política
europea se vería trastocada por la Revolución Francesa (1789-1799), aunque es
claro que aquella no fue un rayo en cielo sereno, sino resultado de toda una
serie de acontecimientos previos. La Revolución no puede ser entendida fuera
del contexto bélico acaecido en Europa y América desde mediados del siglo
XVIII, ni de la acelerada transformación de las fuerzas productivas (centralmente
del agro y las manufacturas inglesas). La derrota francesa en la Guerra de los
Siete Años (1756-1763), reconocida por Winston Churchill como la «verdadera»
Primera Guerra Mundial, determinó, en cierto sentido, el proceso posterior.
La Francia de Luis XV vio disminuido
su incipiente control colonial frente a su rival. Los costes del conflicto
provocaron un trastocamiento en las finanzas del Estado y retrotrajeron
parcialmente la nueva dinámica productiva impulsada por los sectores urbanos.
Para la Gran Bretaña de Jorge III, por el contrario, la victoria permitió
alcanzar un control cada vez más estricto de sus colonias. La situación se
tornó insoportable para los agricultores norteamericanos, así como para un
sector que ya impulsaba el desarrollo libre del comercio y la producción sobre
la base de una participación relativamente democrática de la economía.
En pocos años, la crisis abierta por
la guerra dio paso a la revolución. Comenzó en los territorios coloniales de
Norteamérica con una rebelión «desde abajo», ya que fueron los sectores
populares los primeros en oponerse al despotismo británico con la movilización
de Boston, la posterior revuelta del té y la conformación de milicias armadas
que buscaron poner límites a los abusos del ejército británico. Los sectores
acomodados de las Trece Colonias buscaron, en un primer momento, pactar con la
corona; pero la intransigencia del rey les hizo entender que, de seguir por esa
vía, ellos mismos serían superados y arrasados por las masas sublevadas.
El apoyo que brindó el Estado francés
a los sublevados en la guerra de independencia norteamericana (se estima que,
junto a España, entregaron préstamos equivalentes a entre 30 y 40 mil millones
de dólares actuales, así como el 90% de las armas utilizadas) acarreó costos
que profundizaron aún más la condición de miseria de los sectores sociales
subordinados en su propio reino. La situación fiscal empeoró. La presión recayó
centralmente sobre las masas campesinas, que sufrieron un proceso de constante
expoliación, mientras las clases altas del reino —alejadas de los problemas
reales y embarcadas en enfrentamientos de camarilla— gozaban de beneficios
tradicionales que ya no se correspondía con la realidad del Estado. La crisis
amenazaba con extender la carga tributaria hasta sectores de la baja
aristocracia. Desde el fin de la Guerra de los Siete Años hasta el comienzo de
la Guerra de Independencia Norteamericana pasaron doce años. Parece mucho, pero
en términos históricos es casi nada.
1789 inaugura, según afirma Alejandro
Horowicz, la novedosa inclusión del concepto «revolución». Ciento cincuenta
años después de ocurrida la Guerra Civil en Inglaterra, la revolución en
Francia parecía llegar tarde. Ocurrió, en cambio, en el momento oportuno para
superar definitivamente al antiguo orden. Con el ejemplo norteamericano y la
revolución industrial en marcha, Francia marcaría el comienzo del fin del
absolutismo monárquico europeo. Un ciclo revolucionario que se extendería por
más de un siglo y que acabaría en el otro extremo del continente, recién en
1917.
La Revolución Francesa provocó la
inmediata reacción de los sectores conservadores europeos, que entendieron el
peligro de la sublevación y desde un primer momento intentaron aplastarla. Los
«republicanos» emergieron en todo el mundo formando partidos y milicias contra
el antiguo orden tanto en Europa como en América. No obstante, el cierre del
ciclo revolucionario en Francia no fue producto de la victoria de la coalición
contrarrevolucionaria internacional, sino resultado de un golpe de su propio
ejército, que procuró recomponer el orden interno impulsando una política de
«control exterior» sobre el resto de Europa.
Las guerras napoleónicas, entre otras
cosas, buscaron expandir el dominio de la burguesía francesa por el mercado europeo.
Esto la condujo a un enfrentamiento directo con el parlamento inglés, ya
convertido en la dirección de un poder estatal que representaba los intereses
de la burguesía y los terratenientes locales. La Sexta Coalición puso fin a los
intentos de un control cerrado del mercado por parte de Francia cuando intentó
forzar a Rusia a mantenerse dentro del bloqueo continental impuesto a los
británicos. La derrota llegó entre marzo y abril de 1814, cuando tropas de la
coalición encabezadas por el ejército ruso ingresaron a París.
La salida del conflicto, con el
Congreso de Viena, estableció un nuevo orden mundial conocido como la Pax
Britannica. Las guerras, las revoluciones y las crisis se sucedieron, pero
dentro del marco de la hegemonía británica. No volvieron a existir
enfrentamientos directos entre Inglaterra y Francia, y el desarrollo del
capitalismo alcanzó un impulso definitivo. Fue un orden mundial que, con
altibajos, perduró por cien años.
1914
La Gran Guerra marcó el comienzo de
una nueva reorganización de la hegemonía a escala global. Como es de esperar,
también fue precedida de una monumental crisis económica (iniciada en 1873), de
un desarrollo acelerado de las fuerzas productivas —llamada por muchos
historiadores la «segunda revolución industrial»— y de los límites
territoriales alcanzados por el colonialismo europeo. El orden alcanzado con el
Congreso de Viena se vio amenazado por el propio desarrollo del capitalismo.
La dominación británica y su control
de la economía mundial, una vez alcanzados los acuerdos de libre comercio con
Francia a través del Pacto Cobden-Chevalier (1860), impulsaron en todo el mundo
la conformación de Estados Nacionales que se vincularon rápidamente al mercado
mundial expandiendo su frontera agraria en el marco del desarrollo productivo
de tipo capitalista. Así ocurriría con los Estados Unidos luego de una cruenta
guerra civil (1861-1865), con el Imperio Alemán, que finalizaría su unificación
luego de la guerra Franco-Prusiana (1870-1871), con
el Risorgimento italiano, concluido no casualmente en paralelo a esta
guerra, y con la conformación de un Estado moderno en Japón a partir de la
Restauración Meiji (1866-1868).
El expansionismo colonial del Reino
Unido y de Francia, así como el control férreo de dichos territorios, limitó la
posibilidad de los nuevos Estados emergentes para encontrar mercados libres o
acceso a materias primas con la facilidad con que podían hacerlo las dos
potencias anteriores. Solo Estados Unidos contó con la ventaja de poder avanzar
sobre amplias extensiones fronterizas a su propio territorio, tierras que se
encontraban en manos de población originaria a la que dominaría con relativa
facilidad.
Pero la realidad europea era muy
diferente, y las contradicciones del proceso estallaron en 1914 con una conflagración
bélica que no registraba precedentes. Una de las novedades más notables
consistió en la espectacular maquinaria bélica desarrollada gracias, en gran
parte, al avance de las fuerzas productivas ocurridas desde fines del siglo
XIX.
La otra novedad de la época también
fue resultado del desarrollo contradictorio del capitalismo: la conformación de
una clase obrera masiva y con demandas propias. Dicha clase social se vio
inmediatamente subordinada al proceso de guerra, inducida en muchos casos por
su propia dirección política. Pero la matanza que significó el conflicto,
sumada a la crisis posterior, a la hambruna y la proliferación de enfermedades,
abrió la perspectiva de un nuevo proceso revolucionario.
El protagonismo de la clase obrera se
hizo sentir en Rusia, pero pronto resonaría en toda Europa. Alemania, Italia,
Hungría, Austria y España afrontaron procesos revolucionarios, que fueron
acompañados por huelgas generales en Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Con 1914, el orden del Congreso de
Viena colapsó, y comenzó un período de más de treinta años atravesado por
guerras y revoluciones. La cifra de bajas estimada va de los 70 a los 130
millones de muertos, tomando en cuenta solo las guerras mundiales (incluyendo
el Gran Crimen y el Holocausto), la revolución rusa, la guerra civil china, la
guerra civil española y la invasión italiana a Etiopía. Si agregásemos los
muertos en una innumerable cantidad de revoluciones frustradas a lo largo del
mundo, las hambrunas, y otros hechos de menor relevancia histórica, la cifra
podría superar los 200 millones de muertos.
De esta infernal carnicería humana
emergió un nuevo orden mundial. Estados Unidos superó definitivamente a los
británicos en la centralidad geopolítica mundial. La novedad consistió en la
aparición de una «competencia» a dicha hegemonía representada por un gobierno
de tipo comunista, que no solo amenazaba la «supremacía de Occidente» sino que
también obligó a toda una serie de medidas que resolvieran la crisis de la
posguerra en el marco de una intensa política de endeudamiento y agigantamiento
del poder militar.
La Guerra Fría obligó a una
nueva Pax, aunque no estuvo exenta de conflictos laterales y
levantamientos independentistas de las regiones sometidas al colonialismo
europeo. No obstante, a pesar de ciertos momentos de tensión límite, no existió
un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética: fue una
guerra de desgaste entre una decadente hegemonía imperial y un Estado obrero
burocratizado.
2014
Cuando ocurrió el Euromaidán, las
revueltas impulsadas por los nacionalistas ucranianos en favor de una alianza
con la Unión Europea, pocos pudieron imaginar las consecuencias que este hecho
acarrearía. El orden de posguerra, que estableció el enfrentamiento indirecto
entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, había colapsado en la década de
1980. De ese modo, la hegemonía norteamericana continuó condicionando el
desarrollo de la economía y la política mundial, con intervenciones
militares a piacere e incrementando su alianza militar hasta las
fronteras mismas de Rusia. Lo que había sido imposible de imaginar durante la
existencia del bloque soviético se presentaba ahora como parte de una realidad
necesaria para la supervivencia de la hegemonía americana iniciada en 1914.
La crisis financiera de 2007, la
crisis inmobiliaria de 2008 y, en paralelo, el crecimiento de la economía
China, actuaron como una amenaza para esa hegemonía. También las enormes
movilizaciones sociales ocurridas en España, Grecia y Portugal como
consecuencia de la quiebra del sistema bancario o, por qué no, la Primavera
Árabe, que atravesó el norte de África y culminó en Siria con una descomunal
guerra civil que recibió el apoyo de rusos y franceses en cada uno de los
bandos enfrentados. Otro elemento más se sumó a la crisis. La puesta en
funcionamiento, entre 2011 y 2012 del gasoducto Nord Stream 1, principal fuente
de suministro energético de Rusia a Alemania, así como la férrea oposición de
Polonia, Ucrania y los Estados Unidos al mismo. El perjuicio ucraniano radicaba
en la disminución del tránsito de gas ruso por su territorio.
El Euromaidán fue el escenario donde
se manifestó algo que se creía estabilizado luego de las crisis del petróleo
(1973-1974 y 1979) y de las restauraciones capitalistas en la Unión Soviética,
Europa Oriental y China. En 2012, frente a la merma de las tarifas de tránsito
del gas, el gobierno de Ucrania estableció un estatuto de asociación con la
Unión Europea. Pero a fines de 2013 el gobierno de Víktor Yanukóvich
(presidente ucraniano aliado a Rusia) suspendió la firma del acta acuerdo. El
argumento central esgrimido consistió en sostener acuerdos anteriores con los
países de la Comunidad de Estados Independientes. Sin embargo, el primer
ministro ucraniano, Mikola Azarov, admitió
inmediatamente la
existencia de presiones ejercidas desde el Kremlin para retrasar el acuerdo.
La presión ejercida por Rusia provocó
su contraparte en la movilización impulsada por nacionalistas ucranianos y la
extrema derecha del país. El proceso culminó con la huida del presidente
ucraniano en febrero de 2014, su posterior destitución y la instauración de un
gobierno pro occidental en Kiev. La crisis abierta, junto a la necesidad rusa
de controlar los puertos cálidos del Mar Negro, provocaron la anexión rusa de
la Península de Crimea y el inicio de la guerra ruso-ucraniana apenas unos días
después.
De aquellos días a esta parte
ocurrieron múltiples hechos, incluyendo la conmoción mundial generada por la
pandemia. Pero nos interesa llamar la atención sobre dos de ellos, ocurridos
ambos en el año 2021. En primer lugar, la conclusión del Nord Stream 2, un
segundo gasoducto que, desde Rusia, iba a suministrar energía a Alemania. El
segundo hecho consistió en la caída de los precios del petróleo, siempre en los
marcos de la competencia del capitalismo monopólico, que buscaba incentivar la
competencia internacional y ahogar la economía extractivista rusa.
Las crisis comerciales suelen
continuarse con crisis diplomáticas, y la irresolución de estas con la guerra.
Con la caída de los precios del petróleo entre 2020 y 2021, se libró una
batalla comercial entre Rusia y Arabia Saudita (los dos principales
exportadores mundiales de crudo). Los precios bajos, por momentos forzados,
buscaron quebrar las arcas rusas. La necesidad, frente a la caída de precios,
de acrecentar el volumen de ventas impulsó al Estado Ruso a la ocupación
definitiva del corredor del Donetsk ucraniano en la búsqueda por unir el
territorio ruso con la península de Crimea. La guerra definitiva entre ambos
Estados comenzó con la invasión del 24 de febrero de 2022. Poco después, en
septiembre de aquel año, los gasoductos Nord Stream 1 y Nord Stream 2 fueron
saboteados,
impidiendo el suministro de gas ruso al resto de Europa.
La OTAN, impulsada por Estados
Unidos, tomó posición inmediatamente en favor de Ucrania, como país agredido,
otorgándole apoyo financiero y militar. El organismo, que atravesó momentos
críticos luego que la administración Trump exigiera una mayor «responsabilidad
financiera» duplicando el gasto del 2% al 4% del PBI de las naciones miembro,
volvió a cobrar vitalidad en su intento por controlar al gigante ruso.
Por otro lado, Estados Unidos impulsó
acuerdos entre sus socios en Medio Oriente. Arabia Saudita e Israel debían
firmar una serie de alianzas en busca de una paz que asegurara la estabilidad
política en Medio Oriente. De fondo se manifestaba la necesidad de garantizar
los flujos petroleros árabes y la posibilidad de neutralizar a la República
Islámica de Irán (principal rival regional de los Estados Unidos y socio de
Rusia en Medio Oriente). La alianza entre Rusia e Irán se profundizó con la
inclusión de este último al bloque de los BRICS en agosto de 2023 (del cual,
contradictoriamente, también formaría parte Arabia Saudita). La administración
Biden exigió, a continuación, las actas acuerdo árabe-israelíes que fueron
firmadas pocos días después.
Benjamín Netanyahu afirmó que los acuerdos permitirían
alcanzar la paz con los palestinos en la clave del entendimiento árabe-israelí.
No fue lo que ocurrió. Con el ataque de Hamas en el 40º aniversario de la
guerra de Yom Kippur y la posterior invasión del Estado de Israel sobre Gaza,
quedó de manifiesto lo contrario.
***
Quizás a algunos les resulte forzado.
Pero, como dijimos, estas palabras intentan plantear poco más que un juego de
fechas. Se trata de identificar puntos de contacto y similitudes con procesos
históricos pasados que puedan ayudarnos a comprender la coyuntura en la que
estamos inmersos. No podemos saber si para los historiadores del futuro el año
2014 pueda llegar a ser un punto de inflexión, o si lo será 2007, con el inicio
de la crisis, 2010, con la Primavera Árabe, o algún evento próximo inmediato.
La serie de conflictos del mercado
mundial que no logran resolverse por medio de la diplomacia y devienen en
enfrentamientos bélicos marca una crisis del orden hegemónico imperante desde,
al menos, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy se abre la perspectiva de
una nueva guerra alentada por una «factible» nueva crisis mundial de la que al
menos los estados miembros de la OTAN pretenden salir por vía de un desarrollo
de su economía a través de la guerra.
Siempre a la espera de que la
escalada bélica no se incremente, nos parece interesante caracterizar este
tiempo histórico como una etapa de crisis abierta que muestra procesos en la
disputa por la hegemonía global. Reforzar la organización popular, así como
alentar a la participación de las masas contra las guerras existentes, se
convierte en una opción progresiva y revolucionaria frente a la nueva
etapa de convulsiones que se avecina.
Oscar Daniel Duarte: Profesor de Historia en la Universidad de Buenos
Aires (UBA) y la Universidad Argentina de la Empresa (UADE).
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