Texto del escritor, filósofo, profesor y crítico cultural
británico Mark Fisher, publicado por primera vez en su libro
"Capitalist Realism: Is there no alternative?" (Realismo Capitalista.
No hay alternativa)
Realismo capitalista no es una categoría de nuevo cuño. Ya la han
utilizado un grupo de artistas pop alemanes y también Michael Schudson en su
libro Publicidad. La persuasión incómoda (1984), en ambos casos como
una referencia paródica al realismo socialista.
Mi empleo del término, no obstante,
apunta a un significado más expansivo, incluso exorbitante. A mi entender, el
realismo capitalista no puede limitarse al arte o al modo casi propagandístico
en el que funciona la publicidad. Es algo más parecido a una atmósfera general
que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del
trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento
y la acción genuinos. Si el realismo capitalista es así de
consistente y si las formas actuales de resistencia se muestran tan impotentes
y desesperanzadas, ¿de dónde puede venir un cuestionamiento serio? Una crítica
moral del capitalismo que ponga el énfasis en el sufrimiento que acarrea
únicamente reforzaría el dominio del realismo capitalista. Con facilidad,
pueden presentarse la pobreza, el hambre y la guerra como algo inevitable de la
realidad, y la esperanza de que se acaben estas formas de sufrimiento, como un
modo de utopismo ingenuo. Solo puede intentarse un ataque serio al realismo
capitalista si se lo exhibe como incoherente o indefendible; en otras palabras,
si el ostensible «realismo» del capitalismo muestra ser todo lo contrario de lo
que dice. No hace falta decir que lo que se considera «realista» en una
cierta coyuntura en el campo social es solo lo que se define a través de una
serie de determinaciones políticas. Ninguna posición ideológica puede ser
realmente exitosa si no se la naturaliza, y no puede naturalizársela si se la
considera un valor más que un hecho. Por eso es que el neoliberalismo buscó
erradicar la categoría de valor en un sentido ético. A lo largo de los últimos treinta
años, el realismo capitalista ha instalado con éxito una «ontología de
negocios» en la que simplemente es obvio que todo en la sociedad debe
administrarse como una empresa, el cuidado de la salud y la educación
inclusive. Tal y como han afirmado muchísimos teóricos radicales, desde Brecht hasta Foucault y Badiou,
la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo «orden
natural», que revelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no
es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como
imposible se revele accesible. Es bueno recordar que lo que hoy consideramos
«realista» alguna vez fue «imposible»: las privatizaciones que tuvieron lugar
desde la década de 1980 hubieran sido impensables apenas una década atrás; el
paisaje político y económico actual, con sus sindicatos alicaídos y sus
infraestructuras y ferrocarriles desnacionalizados, hubiera parecido
inimaginable en 1975. Inversamente, lo que parece realizable hoy es considerado
apenas una posibilidad irreal. « La modernización», observa Badiou con
amargura, «es el nombre para una definición estricta y servil de lo posible.
Estas “reformas” tienen el objeto excluyente de hacer que lo que alguna vez fue
practicable se vuelva imposible, mientras se vuelve susceptible de lucro (para
la oligarquía dominante) lo que antes no lo era». En este punto puede ser
útil introducir una distinción teórica elemental del psicoanálisis lacaniano, a
la que Žižek le ha dado mucha validez y actualidad: la
diferencia entre lo Real y la realidad. Como explica Alenka Zupancic, la
postulación de un principio de realidad por parte del psicoanálisis vuelve
sospechosa toda realidad que se presente como natural. «El principio de
realidad», escribe Zupancic: “no es una especie de vía natural al
conocimiento relacionada con la manera de darse de las cosas. […] El principio
de realidad está mediado ideológicamente él mismo; hasta podría decirse que
constituye la forma mayúscula de la ideología, al ser la ideología que se
presenta como puro hecho empírico (o biológico, o económico), como una pura
necesidad que tendemos a percibir, justamente, como no ideológica. Y es en este
punto donde deberíamos estar especialmente alertas al funcionamiento de la
ideología.” Para Lacan, lo Real es aquello que toda «realidad» debe
suprimir; de hecho, la realidad se constituye a sí misma gracias a esta
represión. Lo Real es una x impávida a cualquier intento de
representación, un vacío traumático del que solo nos llegan atisbos a través de
las fracturas e inconsistencias en el campo de la realidad aparente. De manera
que una estrategia contra el realismo capitalista podría ser la invocación de
lo Real que subyace a la realidad que el capitalismo nos presenta. La
catástrofe ambiental es un Real de este tipo. Es cierto que en un determinado
nivel podría parecer que los temas ecológicos no son nada parecidos a un «vacío
irrepresentable» para la cultura capitalista. El cambio climático y la amenaza
del agotamiento de los recursos no son temas reprimidos en lo absoluto: están
incorporados en la publicidad y el marketing que nos bombardea a toda hora. Lo
que este tratamiento de la catástrofe ambiental demuestra es la fantasía
estructural de la que el realismo capitalista depende entero: la suposición de
que los recursos son infinitos, de que la tierra no es más que una piel de
serpiente de la que el capital podría desprenderse sin problemas y que en el
fondo todo podría resolverlo el mercado. (En última instancia, Wall-E presenta
una versión de esta fantasía: la idea de que la expansión infinita del capital
es posible, de que el capitalismo puede proliferar incluso sin la mediación del
trabajo. En la nave en la que la humanidad vive fuera del planeta, Axiom, los
robots hacen todo el trabajo; el agotamiento de los recursos terrestres parece
ser apenas una falla temporaria del sistema; y que, después de un necesario
período de recuperación, el capital mismo puede volver a insuflar vida en el
planeta, darle forma a su paisaje y recolonizarlo). Sin embargo, la catástrofe
ambiental aparece en la cultura capitalista solo como una forma de simulacro;
sus implicaciones reales son demasiado traumáticas para que el sistema pueda
asimilarlas. El significado de las críticas ecologistas es que el capitalismo,
lejos de ser el único sistema político-económico viable, es el que está
poniendo en riesgo la misma existencia de un medio ambiente habitable por el
ser humano. La relación entre el capitalismo y el ecodesastre no es de
coincidencia ni de accidente: la necesidad de un «mercado en expansión
constante» y su «fetiche con el crecimiento» implican que el capitalismo está
enfrentado con cualquier noción de sustentabilidad ambiental. Los temas
de la ecología, no obstante, se han convertido efectivamente en una zona de
debate, un espacio cuya politización se pelea día a día. Por eso en lo que
sigue preferiré detenerme en otras dos aporías del realismo capitalista que
todavía no han sido politizadas al mismo nivel. La primera es la aporía de la
salud mental. Es un caso ejemplar de la operatoria del realismo capitalista,
que insiste en que la salud mental debe tratarse como un hecho natural tanto
como el clima. (Aunque acabamos de ver que el clima ya no es un hecho natural,
sino un efecto político-económico). En las décadas de 1960 y 1970, la política
y la teoría radicales (Laing, Foucault, Deleuze y Guattari, etc.) formaron una
coalición a propósito de cuadros mentales extremos como la esquizofrenia y
argumentaron, entre otras cosas, que la locura no es una categoría natural sino
política. Lo que necesitamos ahora es una politización de aquellos desórdenes
en apariencia mucho más «normales». Y justamente es su normalidad lo que debería
llamarnos la atención. En el Reino Unido la depresión es hoy en día la
enfermedad más tratada por el sistema público de salud. En su libro The
Selfish Capitalist, Oliver James afirma de manera convincente que existe una
correlación entre las tasas crecientes de desorden mental y la variante
neoliberal del capitalismo que se practica en países como el Reino Unido, los
Estados Unidos y Australia. En línea con el razonamiento de James, me propongo
afirmar que es necesario volver a discutir el problema creciente del estrés y
la ansiedad en las sociedades capitalistas de la actualidad. Ya no debemos
tratar la cuestión de la enfermedad psicológica como un asunto del dominio
individual cuya resolución es de competencia privada; justamente, frente a la
enorme privatización de la enfermedad en los últimos treinta años, debemos
preguntarnos: ¿cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta
gente joven, esté enferma? La «plaga de la enfermedad mental» en las sociedades
capitalistas sugiere que, más que ser el único sistema social que funciona, el
capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el costo que pagamos para que
parezca funcionar bien es en efecto alto. La otra aporía que deseo
subrayar es la de la burocracia. En sus ataques clásicos al socialismo, las
ideologías neoliberales deleznaban la burocracia que condujo a las economías
controladas de arriba abajo a la esclerosis y la ineficacia generalizada. Con
el triunfo del neoliberalismo, se suponía que la burocracia quedaría
definitivamente obsoleta y se convertiría en una especie de vestigio irredento
del pasado estalinista. Sin embargo, esta pretensión contradice la experiencia
de la mayor parte de las personas que trabajan y viven en el capitalismo
tardío, y que estarían dispuestas a afirmar con convencimiento que la
burocracia sigue siendo muy importante en su cotidianidad. Es que, en lugar de
desaparecer, la burocracia ha cambiado de forma. Y esta nueva forma
descentralizada le ha permitido proliferar. La persistencia de la burocracia en
el capitalismo tardío no significa en sí misma que el capitalismo no funciona;
más bien, lo que sugiere es que la forma efectiva en la que el capitalismo
funciona es muy diferente de la imagen que presenta el realismo
capitalista.
Fuente: Bloghemia
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