Fuente: Jacobin
Link de origen: AQUÍ
Gráfica: https://revistacrisis.com.ar/
Por primera vez en la historia, una debacle económica de dimensiones globales se combinó con el ápice de una crisis subjetiva del proletariado. Este es el contexto en el que la extrema derecha está ganando terreno.
Cuando se habla del auge de la
extrema derecha en el mundo contemporáneo, se hace mucho hincapié en la crisis
económica de 2008. Esto tiene mucho sentido. El colapso financiero derivado de
la quiebra de la pirámide subprime de los bancos estadounidenses
parece haber sido el detonante de una vertiginosa escalada de las fuerzas
neofascistas en todo el mundo. Desde entonces, la mayoría de los grandes
acontecimientos de la lucha de clases internacional han tenido como resultado
el fortalecimiento de las fuerzas más reaccionarias del espectro político.
La Primavera Árabe, que levantó una
ola de esperanza mundial —especialmente entre los jóvenes—, terminó con la
masacre de los Hermanos Musulmanes en Egipto y el restablecimiento de un
régimen bonapartista en el país y con el asesinato sumario y sangriento de
Muamar Gadafi en Libia y la transformación de una república relativamente
próspera en un protoestado semitribal controlado por potencias extranjeras y
«señores de la guerra». En Siria dio lugar a una guerra civil que duró casi una
década, y a la fundación, aunque efímera, de un califato impulsado por el
Estado Islámico.
El lento declive de la Unión Europea,
sumado a la crisis migratoria, ha favorecido el ascenso del neofascismo
europeo, que continúa sus esfuerzos por hacerse con el control del continente
después de casi ochenta años. El levantamiento de la plaza Maidán en Ucrania,
que inicialmente contaba con una importante presencia de la izquierda, ha
creado un régimen que normaliza el nazismo histórico e incorpora fuerzas
abiertamente fascistas al ejército del país.
Las masivas protestas de junio de
2013 en Brasil, también disputadas inicialmente por la izquierda, condujeron al
ascenso al poder del golpista Michel Temer mediante el impeachment de
Dilma Rousseff, y luego a la victoria electoral del fascista Jair Bolsonaro. En
Estados Unidos, el neofascista Donald Trump es el candidato natural absoluto de
la clase obrera blanca tradicional y, ahora, con el mal desempeño del Gobierno
de Biden, avanza peligrosamente también sobre la juventud y la comunidad negra.
En Argentina, la alta inflación y la fuerte caída del nivel de vida han
despertado al monstruo Milei.
Pero hay algo que falta en este
análisis. La afirmación de que la extrema derecha avanza exclusivamente a causa
de la crisis económica de 2008 no parece corresponderse con la complejidad
exhibida por el fenómeno. No es la primera vez en la historia que estalla una
crisis económica. Hemos tenido muchos colapsos financieros desde el final de la
Segunda Guerra Mundial (la crisis del petróleo en 1973, la crisis de la deuda
en la década de 1980, la «crisis de las .com» en 2000) y ni una sola vez ha
vuelto el fascismo a la escena histórica. Solo lo ha hecho ahora. ¿Por qué?
Nuestra hipótesis es que hubo una
combinación especial: por primera vez en la historia, una debacle económica de
dimensiones globales se combinó con el ápice (o, si se quiere, el fondo) de una
crisis subjetiva del proletariado: una crisis que involucra su identidad, sus
organizaciones, su imaginario y su conciencia. Esta combinación específica
impidió a la izquierda en general —tanto reformista como anticapitalista—
posicionarse como una alternativa capaz de impugnar esos procesos. La crisis
económica encontró un proletariado disperso, precario, confuso, dividido,
asfixiado por la competencia entre iguales, dispuesto a culpar de su amargura a
sus compañeros de clase, siempre y cuando fueran negros, inmigrantes, LGBTQI,
árabes o indígenas.
Crisis del capitalismo, ¿oportunidad
para la izquierda?
La ideología liberal establece que
las crisis son también momentos de oportunidad: para ganar dinero, para
derrocar a un competidor, para abrir un nuevo negocio. Por otras vías, la
izquierda ha interiorizado la misma idea. Es comprensible. Los momentos de
estabilización en el capitalismo son difíciles para la izquierda: bienestar
general, crecimiento salarial, concesiones, pleno empleo. En estas condiciones,
las crisis revolucionarias no se producen, porque entre otras cosas requieren
que la sociedad haya entrado en un periodo de decadencia y regresión. Por eso
la izquierda siempre ha visto con tan buenos ojos las crisis del capitalismo.
La historia ha justificado, hasta
cierto punto, estas esperanzas. La crisis económica, social y política
resultante de la Primera Guerra Mundial desencadenó la Revolución Rusa; la
crisis de la dominación colonial portuguesa condujo a la Revolución de los
Claveles; la crisis de las dictaduras latinoamericanas desembocó en varias
revoluciones democráticas en el Cono Sur en los años ochenta, lo que provocó el
crecimiento y el arraigo social de las fuerzas de izquierda en el continente.
Este esquema general (crisis = posibilidad de revolución) ha quedado impreso en
el imaginario de la izquierda, que piensa en secreto ante cada turbulencia del
capital: «por fin ha llegado nuestro turno».
El problema es que este esquema
ignora un importante factor de la realidad. Para que una situación
revolucionaria sea victoriosa para la izquierda, no basta con que «los de
arriba no puedan y los de abajo no quieran» vivir como antes. Esta fórmula
leninista sirve para identificar la crisis en sí, pero no resuelve el problema
de su desenlace. Para que triunfe una revolución, las masas deben adoptar un
determinado programa en sus acciones, que solo puede ser proporcionado por una
organización o frente de organizaciones de la izquierda revolucionaria. En
otras palabras, la resolución positiva de una crisis revolucionaria depende
fundamentalmente de un factor subjetivo.
La ultraizquierda dogmática ha
interpretado este «factor subjetivo» como la simple existencia de un núcleo
revolucionario activo, aunque tenga un peso ínfimo en la realidad. Basta con
que un pequeño grupo de camaradas «levante un programa» para que, tarde o
temprano, las masas reconozcan el mérito de la organización y la sigan en su
camino hacia el asalto a los cielos. Un análisis superficial podría asociar
esta visión mesiánica a los grupos trotskistas, pero no es así. La realidad ha
demostrado que el mesianismo ultraizquierdista es una característica que se
distribuye democráticamente entre todas las corrientes del marxismo, incluyendo
diversas aglomeraciones estalinistas que actúan precisamente sobre la base del
principio de la «crisis de dirección».
Según este punto de vista, la
cualidad fundamental de un revolucionario no es la inteligencia política, sino
únicamente la perseverancia. Se trata de una visión teleológica según la cual
una pequeña organización revolucionaria está destinada a hacerse grande una vez
que las masas «comprendan» el verdadero carácter de las direcciones traidoras y
reformistas.
De este modo, una parte de la
izquierda radical se ha vuelto cada vez más objetivista, es decir, cree que las
«condiciones objetivas» son suficientes para que triunfe una revolución. Este
objetivismo es ciertamente positivo en comparación con la visión escéptica de
que las condiciones materiales para la revolución socialista aún no están
maduras (como sostenía el reformismo clásico del siglo XIX). Sin embargo, dada
la complejidad e importancia del factor subjetivo, este objetivismo es
ciertamente insuficiente e incluso perjudicial.
A su vez, conduce a esta misma parte
de la izquierda radical a apoyar acríticamente cualquier proceso de lucha o
levantamiento, independientemente de su dirección, programa, sentido y
estrategia. Todo se justifica porque la entrada en escena de las masas sería el
único factor determinante.
Lecciones de las últimas décadas
El problema es que este esquema se ha
derrumbado en los últimos treinta años. Al menos desde el fin de la URSS y el
triunfo del neoliberalismo y la globalización, las masas se han visto sumidas
en una profunda crisis subjetiva con graves implicaciones objetivas. La idea
del socialismo se ha desprestigiado y ha pasado del horizonte político al
horizonte histórico. Esto significa que las masas ya no ven a las
organizaciones de izquierda como «alternativas» naturales y obvias, ni al
socialismo como un fin a perseguir. La crisis subjetiva es tan grande que no
solo se cuestionan las ideas del socialismo, sino incluso las ideas de la Ilustración:
la razón, la dignidad humana, la ciencia, la cultura.
La noción ingenua de que las masas no
actúan contra sus propios intereses ha sido aniquilada, y su opuesto exacto se
ha demostrado a cada paso. Así, en cada nueva «crisis», la «alternativa» está
representada por las fuerzas premodernas del fascismo, ya sea político o
religioso. El colapso de la razón neoliberal se ha entendido como el colapso de
la razón misma. Por tanto, nada más natural que el crecimiento del
oscurantismo, perfectamente expresado en las fuerzas fascistas.
Cuando estallan los procesos de
lucha, las fuerzas del progreso histórico representadas por el socialismo se
ven incapaces de disputar la dirección de los acontecimientos y son apartadas
con la mayor facilidad por la ultraderecha. La izquierda estuvo presente en
junio de 2013 en Brasil, pero fue expulsada de las manifestaciones por la
ultraderecha organizada; luchó en la plaza Maidán en enero de 2014, pero fue
masacrada al grito de «Slava Ukraini» y acabó quemándose en el incendio de la
Casa de los Sindicatos de Odessa en mayo del mismo año.
En cada proceso de lucha, la
ultraderecha consigue alejar a las fuerzas de izquierda del centro de la escena
política. Esto habría sido inimaginable hace treinta años, y solo puede
explicarse por la crisis subjetiva del proletariado. Antes del fin de la URSS,
la lucha de masas favorecía ampliamente a la izquierda y era su terreno
natural. Hoy, debido a las confusiones del proletariado (y también al hecho de
que una parte importante de la izquierda ha abandonado el terreno de la lucha
directa), es mucho más fácil para la ultraderecha imponerse en este tipo de
procesos.
Hace treinta años, la izquierda podía
apostar por el agravamiento de la crisis porque había muchas posibilidades de
que le fuera favorable. La derecha, en cambio, solo se sentía cómoda en el
terreno institucional y parlamentario y en la represión policial. Hoy, en
cambio, la movilización de masas es un terreno disputado a brazo partido entre
el fascismo y la izquierda, con ventaja para el primero en la mayoría de los
casos.
No se trata solo de una ventaja
subjetiva. El fascismo no solo está extremadamente motivado. Opera en
condiciones materiales mucho más favorables (no olvidemos que, para Marx, la
conciencia de las masas es una fuerza material) porque se dirige al sentido
común y a prejuicios muy arraigados entre los trabajadores. En los años 1930,
ser obrero era casi sinónimo de ser antifascista. El fascismo se concentraba
entre la pequeña burguesía y el campesinado. Hoy el fascismo está dentro de
nuestra clase. Lo que abrió espacio a la derecha fue la crisis de la
subjetividad proletaria. Por eso la situación es mucho más difícil que en los
años 1930, y el resultado podría ser peor.
De la frustración a la reacción
Hay, pues, dos crisis en marcha: la
crisis general del capitalismo y la crisis subjetiva del proletariado, que se
combinan para reforzar las salidas de ultraderecha. Pero a estas dos crisis hay
que añadir un tercer factor: los límites de las experiencias de los gobiernos
de izquierda o progresistas en los últimos años. Esto ha generado un
sentimiento de frustración con la gestión y las ideas progresistas que ha sido
muy bien aprovechado por las fuerzas fascistas.
En 2015, el pueblo griego dio a
Syriza la oportunidad de demostrar su valía. El sentimiento general entre las
masas griegas era de apoyo incondicional al nuevo Gobierno, de rechazo a la
Troika (la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Central Europeo) y de exigencia de reformas de gran alcance que tuvieran en
cuenta la historia de opresión del país por parte de la Unión Europea. En
contra de las expectativas populares, Alexis Tsipras y Syriza optaron por la
conciliación con la CE, el FMI y el BCE y la aplicación de un plan de
recuperación en el marco de la austeridad. El resultado fue la progresiva
erosión del Gobierno hasta su derrota ante la derecha tradicional, encarnada en
la coalición Nueva Democracia, en 2019.
Del mismo modo, otros experimentos de
izquierda han resultado en la frustración de las expectativas y el consecuente
realineamiento de una parte significativa de las masas con las fuerzas de
ultraderecha que se proponen como alternativa radical a la crisis estructural.
En casi toda América Latina, las
corrientes de ultraderecha supieron reaccionar ante los tímidos intentos de
reformas populares de las décadas de 2000 y 2010 y llegaron al poder gracias a
la manipulación del descontento popular (fake news, boicots gubernamentales,
violencia política, etc.). Esto plantea una importante señal de alerta para los
gobiernos de izquierda o progresistas que aún siguen activos en el continente,
como es el caso de Lula en Brasil, Gabriel Boric en Chile e incluso Gustavo
Petro en Colombia. Si bien este último hasta ahora ha procurado desmarcarse de
la dinámica general, aplicando una política más ofensiva basada en la
movilización de las masas y enfrentando al parlamento desde la izquierda, de no
abordarse los problemas históricos de estos países y seguir sumando promesas de
campaña incumplidas, el peligro de que se produzca una nueva «ola parda» en
todo el continente será cada vez más real. Argentina apunta en esta segunda
dirección.
La unidad de la izquierda, ayer y hoy
La lucha contra el fascismo en el
siglo XX tuvo lugar en condiciones completamente diferentes a las actuales. La
clase obrera era relativamente homogénea, tanto en lo social, como en lo
económico, político y cultural. Además, había dos fuerzas esenciales en la
izquierda: los comunistas y la socialdemocracia. Ambas tenían influencia de
masas y se disputaban la hegemonía sobre el proletariado. Así, la lucha por la
unidad era también la lucha por un programa para romper con el capitalismo y
hacer avanzar el socialismo.
Hoy las cosas son muy diferentes. La
lucha contra la extrema derecha actual se desarrolla en un marco mucho más
defensivo, de derrota histórica y de crisis de la subjetividad proletaria. Una
unidad que tiene como condición la ruptura inmediata con el capitalismo es una
unidad imposible, y por tanto perjudicial para la lucha. Además, la relación de
fuerzas entre reformistas y revolucionarios ya no es la misma.
En el siglo XX, la lucha por la
hegemonía era entre dos fuerzas comparables, similares en peso e influencia.
Hoy ya no es así. Las organizaciones reformistas se han distanciado mucho de
las fuerzas revolucionarias, que han quedado reducidas a pequeños grupos de
propaganda. ¿Qué comparación puede haber hoy entre el PT y las corrientes
revolucionarias brasileñas? ¿Entre el peronismo y la izquierda trotskista
argentina? ¿O entre el PS y los pequeños grupos revolucionarios que habitan el
Bloque de Izquierda en Portugal?
Las condiciones para la unidad han
cambiado, y no precisamente a favor de los revolucionarios. No se trata de
«imponer un programa revolucionario de ruptura a los reformistas», sino de
cerrar filas en torno a banderas defensivas, mínimas, democráticas. Esta es la
realidad que hay que afrontar. Si orientamos nuestras acciones en torno a la
necesidad de una ruptura inmediata con el capitalismo, estaremos condenados a
actuar como meros testigos, a lo sumo propagandistas.
La unidad contra el fascismo debe
darse no sobre la base de un programa de ruptura con el capitalismo, sino en
torno a banderas que reaviven la movilización y la actividad independiente de
las masas, condición necesaria —aunque no suficiente— para hacer avanzar su
conciencia y superar su crisis subjetiva. El objetivo inmediato de los
revolucionarios no debe ser intentar sustituir al capitalismo en una revolución
antifascista que se convierta inmediatamente en anticapitalista, sino avanzar
todo lo posible en la autorganización, la conciencia, la solidaridad y la
voluntad de lucha.
Un paso atrás para dar dos adelante
Es necesario reconocer que esta
orientación está en contradicción con las orientaciones de los clásicos del
marxismo que elaboraron la lucha antifascista, sobre todo León Trotsky en los
años 1930. Para el fundador del Ejército Rojo, la lucha antifascista no era
solo una lucha unitaria de toda la clase (este aspecto, como hemos tratado de subrayar,
sigue siendo válido), sino también una lucha anticapitalista directa, un
intento de traducir la resistencia antifascista en revolución proletaria.
Prueba de ello es el peso central de la consigna de armamento inmediato del
proletariado para la lucha contra el fascismo.
Creemos que esta orientación ya no es
válida, dada la crisis de subjetividad del proletariado. Ya no tenemos un
proletariado concentrado y organizado, dispuesto a luchar pero carente de una
orientación clara, como en los años treinta. Lo que tenemos es una dura disputa
ideológica y política porque una parte de la clase obrera ha sido ganada por el
fascismo. Al tratar de imponer un programa anticapitalista a los aliados
reformistas (mayoritarios dentro del movimiento de masas), lo único que logran
los revolucionarios es eliminar la posibilidad de unidad y pierden la
oportunidad de entrar en contacto con una amplia capa de la clase obrera
dirigida por el reformismo.
Por lo tanto, la idea de que la lucha
antifascista se basa en un programa mínimo de movilización, educación e
independencia de clase debe llevarse hasta sus últimas consecuencias. Los
revolucionarios debemos dar un paso atrás porque el proletariado ya ha dado
demasiados y está cada vez más lejos, casi fuera de nuestro alcance. Debemos
recuperar la confianza de la clase, que ahora se deja seducir por los cantos de
sirena de los fascistas. Con todas las debilidades, la gente lo está
intentando: trabajo en barrios, territorios, con los pueblos originarios, en
luchas locales específicas, a través de campañas y redes de solidaridad.
¿Se trata este de un enfoque
reformista? En la forma, sí. En el fondo, es la acción más revolucionaria de
nuestro tiempo: volver a conectar con las masas. Se habla mucho de que la
izquierda se ha alejado del trabajo de base. En parte es cierto, aunque hay
disparidades y una buena dosis de prejuicio en esa afirmación. En cualquier
caso, es cierto que la izquierda está marginada. De hecho, incluso la izquierda
electoralmente hegemónica nunca ha sido tan marginal.
La nueva normalidad
Estamos entrando en una fase
histórica en la que las acciones del neofascismo y su disputa con la izquierda
son la nueva normalidad. No se trata de un ciclo corto ni de una mera
coyuntura. Es un fenómeno estructural y global. Entran en juego la crisis del
proletariado, la distancia histórica de la derrota del nazifascismo alemán (el
tiempo es enemigo de la memoria), las crisis económica, social, migratoria,
ambiental y del sistema mundial de Estados. Todo contribuye a que tengamos un
largo período de lucha contra el fascismo, que es, por tanto, la tarea
primordial de la fase histórica actual.
Una correcta comprensión de la
naturaleza de las etapas históricas, de sus características, posibilidades y
límites ha sido siempre una condición ineludible —aunque, de vuelta, no
suficiente— para el éxito. Lo mismo ocurre ahora. El fin de la URSS, la
avalancha neoliberal de los años 1990, la crisis económica de 2008, la
«policrisis» actual, todo ello contribuye a dar forma a este nuevo momento que
vivimos, un momento de disputa con la ultraderecha en el que la propia
supervivencia del proyecto histórico del socialismo está puesta sobre la mesa.
Aquellos que insisten en una
orientación dogmática, basada en una realidad de hace cien años y, por tanto,
basada en una clase trabajadora completamente diferente, tienden a perder una
importante oportunidad: de ser parte de un lento pero esencial proceso de
reorganización y recuperación de la conciencia, que solo puede hacerse con
inteligencia política, paciencia histórica y sentido de la estrategia.
Henrique Canary. Doctor en
Literatura y cultura rusa.
Comentarios
Publicar un comentario