Fuente: El Viejo Topo
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A la luz de la hegemonía de
los grupos dominantes se explica la, cada vez más evidente, redefinición de la
Escuela y de la Universidad como avanzadillas del pensamiento único
políticamente correcto
(liberal-libertario, tecno-científico y radical-progresista),
dirigido a modelar a las generaciones más jóvenes según los dictados del nuevo
orden mental. Se basa en lo que Joel Kotkin ha denominado gentry
liberalism, el hodierno «liberalismo para las clases privilegiadas», funcional
al dominio del reducidísimo círculo de globócratas de nivel superior.
La ironía despiadada de la que es
capaz la Historia, encuentra su locus revelationis privilegiado en la
metabolización del concepto gramsciano de «hegemonía» por parte de
los hierofantes del orden neoliberal. Hegemonía, en el entramado de
los Cuadernos de la cárcel, remite a un poder gestionado mediante
el consenso y, por tanto, a través de la metabolización
del orden dominante también por parte de aquellos que, desde el polo
opuesto, deberían tener todo el interés en impugnarlo operativamente.
La hegemonía (del griego ἡγεμονικός,
«aquello que tiene capacidad de mandar») alude, para Gramsci, a la
capacidad de una clase para saber traducir sus propias
reivindicaciones económicas en sentido político y cultural por vía de la
«catarsis». Esta última coincide con el momento del delicado tránsito de lo
económico a lo político, de lo objetivo a lo subjetivo o, con las palabras de
los Cuadernos, «del momento meramente económico (o egoísta-pasional) al
momento ético-político, esto es, la elaboración superior de la estructura en
superestructura en la conciencia de los hombres”. Así entendida,
la hegemonía se corresponde con una expresión de poder fundada
esencialmente sobre el consenso, o sea en la capacidad de lograr –a través
de la persuasión y la mediación cultural– la adhesión de un grupo a un determinado
proyecto político-cultural.
El paradójico
elemento gramsciano del neoliberalismo reside en las energías
desplegadas en todas direcciones y en todos los ámbitos para ejercer
la hegemonía, para colonizar el imaginario, para producir la conformidad
universal al proyecto turbocapitalista y –con la fórmula thatcheriana–
para «cambiar el alma» (change the soul) de las personas.
En suma, la estructura del
orden mundial del turbocapitalismo genera a su propia imagen y semejanza
la superestructura del nuevo orden mental de consumación, que
los maîtres à penser del neoliberalismo se afanan con celo en
implantar universalmente como mappa mundi de referencia también para
las clases subalternas. Nunca antes los grupos dominados –defraudados de su
visión y de su proyecto redentor– habían sido domeñados material y
simbólicamente como hoy, resultando a un tiempo sumisos y subalternos. Es un
teorema tan antiguo como la caverna umbría y brumosa de la que
escribe Platón: el esclavo ideal es aquel que no sabe que lo es y que,
además, habiendo introyectado su propio cautiverio, confundiéndolo con la única
realidad posible, lucha con decisión en defensa de sus propias cadenas.
El mantra fundamental
del orden hegemónico, del que descienden todos los demás, niega a
priori la viabilidad o incluso la mera existencia de vías alternativas
respecto a la neoliberal (there is no alternative). En este sentido, los
apóstoles del evangelio competitivista liberal-financiero son adoradores y
portaestandartes del «realismo capitalista» codificado por Mark Fisher. Se
parecen –con la imagen de Brecht– a los pintores que cubren de naturalezas
muertas las paredes de una nave que se está hundiendo; contribuyen a fortalecer
y universalizar la sensación generalizada de que el capitalismo, como régimen
de producción y existencia, es el único paradigma social, político y económico
viable y que, en consecuencia, es imposible siquiera imaginar una alternativa
coherente.
A esta
función hegemonizante responden los múltiples «tanques de
pensamiento» (think tanks) liberal-globalistas que, generosamente financiados
por los grupos dominantes, jalonan Occidente: desde el Cato
Institute hasta la Heritage Foundation en Estados Unidos; desde
el Adam Smith Institute hasta el Institute of Economic Affairs en
Gran Bretaña; desde la Mont Pelerin Society, fundada en Suiza en 1947,
hasta las Bilderberg Conferences, iniciadas en Holanda en 1952, o
la Trilateral Commission nacida en 1973; sin olvidar a los “tanks”
académicos, como las universidades Bocconi y LUISS en
Italia, o la London School of Economics y la London Business
School en Inglaterra, o el Insead en Francia y muchos otros
repartidos a lo largo y ancho del planeta. Todos ellos están especializados en
propagar las mainstream economics de tipo neoliberal, la ontología de
la intransformabilidad de lo real, la
antropología transhumanista del liberal-progresismo y los módulos del
pensamiento único políticamente correcto.
Los puntos de referencia de los
citados «tanques de pensamiento» son, en el plano teórico, economistas de
ortodoxa fe liberal de la escuela austriaca (como von
Mises y von Hayek), de la escuela de
Friburgo (como Roepke y Eucken) y, sucesivamente, de
la escuela de Chicago (como Frank Knight y Milton
Friedman); que han sostenido y difundido en cada etapa las tesis fundacionales
de la religión económica actual, según las cuales resultan iniciativas funestas
la intervención estatal en la economía, el desarrollo del Estado social y, por
ende, el excesivo poder atribuido a los sindicatos.
Naturalmente, en
la hegemonización neoliberal del espacio político y discursivo, no es
menos relevante el papel desempeñado por los medios de comunicación (radio,
televisión y periódicos), también administrados en régimen monopolístico por
los grupos dominantes. Como hemos recordado en otras ocasiones, el
“campo mediático” del que hablaba Bordieu, esto es, la unión de la
clase dominante y los administradores de las superestructuras, da origen a lo
que Michéa definió como «el Partido de los Medios y del Dinero».
Los «think tanks«, responsables de
reforzar la hegemonía neoliberal y el dominio simbólico, vehiculan los esquemas
de pensamiento de la globalización neoliberal como el único modelo posible y,
al mismo tiempo –a modo de colofón de una teología económica de la desigualdad
sin precedentes–, expanden científicamente el sentimiento de culpa
entre la población. Hacen creer a quienes sufren la crisis y la embestida
neoliberal, que han contribuido a producirlas y, de hecho, que son los
principales responsables de ellas. Ya advertía Dante, en el Convivio,
que «el azote de la fortuna suele ser muchas veces injustamente imputado al
azotado».
En este horizonte de sentido, entre
los teoremas fundamentales de los maîtres à penser del neoliberalismo
figura aquel que asegura que la crisis, la inestabilidad y
la deuda derivan del hecho de que las clases nacional-populares han
vivido injustificadamente durante demasiado tiempo «por encima de sus
posibilidades». Una vez más, los efectos deleznables del orden neoliberal se
atribuyen a la negligencia de quienes más los sufren, induciéndoles después a
aceptar dócilmente la «terapia» de austeridad, de reducción del gasto público y
de recorte salarial. El proyecto político neoliberal, de agresión desde
arriba en perjuicio de los grupos dominados, se justifica ideológicamente
como una inevitable respuesta económica a su conducta irresponsable. Y, a la
par, la ofensiva contra los derechos se pasa de contrabando como una lucha
contra los privilegios de quienes estaban acostumbrados a «vivir más
allá de sus propios recursos». Por esta razón, siguiendo a Gramsci, el
conflicto contra el neoliberalismo debe necesariamente configurarse también
como una batalla cultural librada contra su hegemonía.
La clase turbofinanciera de
los globalizadores y los banqueros, que cada vez más aparece y actúa como
poseedora del monopolio planetario de la moneda, genera dinero ex
nihilo y, valiéndose de él, sustrae poder adquisitivo de la sociedad sin
darle nada a cambio: rectius, lo presta con intereses y luego se reembolsa
con el dinero producido mediante el trabajo de la clase dominada
nacional-popular.
De esta manera, la
élite turbobancaria se apropia rápidamente de los activos reales de
la sociedad, contraponiendo a las clases que viven de su propio trabajo, su
dominio financiero basado en las nuevas figuras del
capital usurario y bancocrático. Por este motivo,
resultan verba ventis las esperanzas de las «almas bellas» que
pretenden reformar el sistema bancario gravándolo y regulándolo: el problema
nodal conduciría, de hecho, a la completa supresión del poder de la banca
privada para crear dinero de la nada en cantidades (y en modalidades)
ilimitadas. Para expresarlo con una imagen balística, no basta con pedir a
quienes apuntan su fusil contra el precariado que limiten
su uso y lo utilicen con mayor benevolencia: es preciso desarmarlos, para
que ya no puedan disparar estructuralmente a
los condenados de la globalización. También en esto radica la
preferencia de la vía marxiana respecto a la keynesiana.
El sistema bancario impone la
esclavitud utilizando el instrumento de la deuda, en formas cada vez más
cercanas a la usura. Encierra a quienes piden un préstamo en un vínculo
inextinguible que los expropia gradualmente de casi todo y que, actuando como
un verdadero método de gobierno de las existencias, configura su subjetividad
según la nueva figura del homo indebitatus. Este, como ya
predijo Pound, está dominado a través de la deuda y condenado a
adaptarse dócilmente a las exigencias sistémicas, aprisionado por cadenas invisibles
que lo sentencian a la dependencia integral del sistema financiero.
El sistema bancario
de deuda se cuenta hoy, en efecto, entre los instrumentos
privilegiados con los que la nueva élite neo-feudal
plutocrática impone y organiza su propio dominio.
En particular, la esclavitud
(formalmente libre) que se extiende en el nuevo mundo tecno-feudal,
se rige no sólo por la ficción jurídica del contrato precario, sino también por
el dispositivo de la deuda y de esa usura que «ofende la divina
bondad» (Inferno, XI, vv . 95-96); y que, inapelablemente condenada por algunos
«espíritus magnos» de la conciencia filosófica occidental
(desde Aristóteles a Santo Tomás), se hace en este momento
extraordinariamente presente en el escenario global.
Como sabemos, Dante dedicó
frases durísimas contra los clérigos ávidos de rentas, sosteniendo que tal
avaricia desagrada a Dios aún más, si es posible, que la usura misma: «pero la
usura no se alza tan grave / contra la complacencia de Dios, como aquel fruto /
que hace enloquecer el corazón de los monjes” (Paradiso, XXII, 79-81). Con las
palabras de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino (II, II,
q. 77, a. 4), toda actividad económica que no sea funcional a
la communitas, al bonum commune y al valor de uso quandam
turpitudem habet (“tiene cierta vileza”). Aún más radical que
el Aquinate fue San Ambrosio: captans annonam maledictus in
plebe sit (“el que se aprovecha en el mercado es maldito entre el
pueblo”).
Puede causar estupor que la era del
turbocapitalismo, tan sensible a la violencia, a la discriminación y al
terrorismo, encuentre fisiológica y normal la inaudita violencia del fanatismo
financiero, que está provocando la hecatombe de trabajadores y ahorradores, de
Estados y pueblos. Los heraldos del liberal-progresismo, que no se cansan de
promocionar las denominadas «luchas contra toda discriminación», ni siquiera
mencionan la más obscena de las discriminaciones, la de clase; y de hecho, con
su modus operandi, acaban más o menos legitimándola implícitamente, dando
a entender que son otras las contradicciones contra las que deberían dirigirse
la crítica y la acción. No sorprende, por tanto, como ha evidenciado Carl
Rhodes en Woke Capitalism, que los
grandes filantrocapitalistas que se adhieren celosamente a las
batallas arcoíris y verdes sean, en muchos casos, los
mismos que practican las formas más abyectas de explotación y de extracción
del plustrabajo.
Históricamente, en la época posterior
a 1648, la economía se presentaba como el “reino de los medios”, y la política
–con fórmula libremente tomada del vocabulario kantiano– como el «reino de
los fines» (Reich der Zwecke). En el contexto del
turbocapitalismo tecno-feudal post-1989, la relación se ha invertido:
la economía financiarizada se ha convertido en el “reino de los
fines”, que dispone de la política como “reino de los medios” con el objetivo
de proteger los intereses materiales de la power
elite competitivista. Esto, por otra parte, se produce en paralelo con la
práctica, largamente utilizada, de la legislation shopping, o sea del pago
en beneficio de los parlamentarios a fin de que voten las leyes favorables a
las clases dominantes (así se comprende mejor el sentido de la
expresión capital rules).
Lo corrobora palpablemente, entre
otras cosas, la conocida carta que el BCE dirigió el 5 de agosto de 2011 –dies
nigro signanda lapillo– al Gobierno italiano. Le imponía, sin perífrasis y sin
negociación posible, la línea guía para las reformas bajo el signo de
la reducción del gasto público, de la privatización de los bienes públicos y del
resto de transformaciones de matriz liberal. Entre las prescripciones del
documento -y citamos per tabulas– encontramos el «aumento de la
competencia», la «competitividad», la «plena liberalización de los servicios
públicos locales y de los servicios profesionales», las «privatizaciones a gran
escala», y la exigencia de «reformar ulteriormente el sistema de negociación
salarial colectiva» de cara a «recortar los salarios y las condiciones de
trabajo conforme a las exigencias específicas de las empresas».
Los Bancos centrales se han
constituido en red global, que tiene por patrón al Bank for
International Settlements de Basilea, y se han vuelto independientes de
las naciones. Por contra, han hecho a las naciones cada vez más dependientes
del sistema bancario globalizado. Además, las han sometido exponencialmente a
una deuda asesina e inmoral, porque es congénitamente inextinguible y
tiende a fungir como dispositivo de captura para los individuos, para los
pueblos y para las naciones. En esta tesitura, resuena de nuevo la provocativa
pregunta de Brecht: «¿para qué mandar asesinos cuando podemos enviar
usureros?».
Es desde esta perspectiva como se
entiende la tendencia coesencial al turbocapitalismo financiero que –en la
apoteosis de la impotencia del hombre y la ultrapotencia del aparato
técnico– tiende a desmonetizar la economía
y financiarizarla integralmente, transfiriéndola a los circuitos
bancarios de la especulación. De esta forma –y es el enésimo lugar epifánico de
la verdadera esencia del capitalismo absoluto– no se genera desarrollo,
sino sólo lucro para las fuerzas del mercado que extraen la riqueza de manera
rapaz y parasitaria de la vida y el trabajo de la «sociedad real».
Diego Fusaro, nacido en Turín en 1983, es
profesor de Historia de la Filosofía en el Instituto de Altos Estudios
Estratégicos y Políticos de Milán. Licenciado en Historia de la
Filosofía en Turín y doctorado en Filosofía de la Historia por la Universidad
Vita-Salute San Raffaele de Milán, ha llevado a cabo actividades de
investigación en la Universidad de Bielefeld en Alemania. Es un atento
estudioso de la Filosofía de la Historia y las estructuras de la
temporalidad histórica, con especial atención por el pensamiento de
Fichte, Hegel, Marx, Gentile y Gramsci, así como por la Historia de
los Conceptos alemana. Entre sus estudios más recientes cabe
citar: Bentornato Marx! (Bompiani, 2009), Essere senza
tempo (Bompiani, 2010), Minima mercatalia. Filosofia e capitalismo (Bompiani,
2012), e Il futuro è nostro (Bompiani, 2014). Con El Viejo Topo ha
publicado Europa y capitalismo (2015), Todavía Marx (2017), Filosofía y esperanza. Ernst Bloch y Karl Löwith,
intérpretes de Marx (2018), Marx y el atomismo griego. Las raíces del materialismo
histórico (2018), Marx Idealista (2020), y La farmacia de Epicuro (2021). Es el director de la
página web La filosofía e i suoi eroi y dirige la colección filosófica «I Cento Talleri» de la
editorial Il Prato. Co-dirige la colección «Biblioteca di Filosofia della
Storia» de la editorial Mimesis y la revista filosófica «Koinè». Es
editorialista de La Stampa e Il Fatto Quotidiano.
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