Fuente: Jacobin
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En la Argentina de Milei, mientras el
discurso de la ultraderecha se consolida, sectores crecientes del peronismo
están respondiendo con una narrativa «antiprogresista». Frente al vendaval
reaccionario, la tarea es la opuesta: reafirmar los valores del progresismo y
reivindicar su identidad.
El punto de partida para esta
reflexión es el regreso, en la Argentina y en el mundo, de las identidades
político-ideológicas. Si en la década del 90 se había decretado el fin de los
grandes relatos y en el imaginario social la política había quedado reducida a
un actividad casi puramente técnica, los últimos años trajeron un cambio
notorio.
Un primer momento de esta
transformación ocurrió cuando, desde principios de los años 2000 —y sobre todo
a partir de la crisis mundial de 2008—, el consenso neoliberal-globalizado
comenzó a encontrar fuertes cuestionamientos por izquierda. Fue el caso de las rebeliones
y los gobiernos progresistas que las sucedieron en América Latina, de las
experiencias de Occupy Wall Street en Estados Unidos, de los movimientos de
indignados y de la irrupción de formaciones y figuras de la nueva izquierda
como Bernie Sanders en Estados Unidos, Jeremy Corbyn en el Reino Unido, Podemos
en España, etc.
Pero a esta primera oleada de
cuestionamientos por izquierda le siguió, sobre todo a partir de 2015 (con la
experiencia bisagra del Brexit), un nuevo embate desde la lejana derecha, que
intentó una impugnación reaccionaria del statu quo. Estas corrientes
construyeron un relato profundamente ideológico, buscando desarticular todos y
cada uno de los consensos progresistas y democráticos que se habían logrado
construir a lo largo de décadas.
Esta nueva derecha responde a la
misma crisis de legitimidad del sistema político-social disparada por la crisis
global, pero lo hace precisamente para evitar que esta derive en una salida
perjudicial para los intereses de las clases dominantes. Para ello se plantea
una «batalla cultural» en todos los terrenos, buscando reafirmar valores
profundamente individualistas, conservadores, elitistas y excluyentes.
El «antiprogresismo» en Argentina
En Argentina, Javier Milei logró
instalar no solo su propia figura, sino todo un sello ideológico: el
«liberalismo libertario». Este relato logró reunir y movilizar a un núcleo muy
sólido de militantes y simpatizantes, que a su vez consiguieron atraer a
amplias capas de la población descontentas con la situación (sobre las que la
derecha venía ejerciendo influencia hace años a través del bombardeo
político-mediático-judicial). Si bien solo una pequeña porción del 56% que
obtuvo el actual presidente argentino en la segunda vuelta puede considerarse
un voto «liberal-libertario» convencido, está claro que la construcción de un
discurso y una identidad político-ideológica jugó un importante rol en el
crecimiento meteórico de Milei.
Este embate ideológico de signo
derechista puso al campo popular a la defensiva y generó también un efecto
secundario muy nocivo: el surgimiento de un discurso antiprogresista al
interior de los propios sectores contrarios a Milei. La figura más mediática de
este discurso es la de Guillermo Moreno (secretario de Comercio Interior
durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner), pero la misma línea se
replica en todo tipo de actores políticos.
Según el portal Cenital, la
propia expresidenta Cristina Fernández habría afirmado que «el peronismo no es progresista» en una reunión en el
Instituto Patria. En este caso, aunque no se trate de una posición novedosa
(recordemos, por ejemplo, la ubicación que CFK sostenía con respecto al derecho
al aborto en los años previos a la Marea Verde), el timing del
planteo en el marco de los debates que atraviesan hoy al campo popular otorgan
a estas afirmaciones un peso político particular.
El regreso de la «marca peronista»
Otro fenómeno muy ligado a lo
anterior es lo que un artículo publicado hace pocas semanas en Tiempo
Argentino denomina «el retorno del peronismo como marca electoral». Allí
se señala que la identidad peronista volvió a ser la definición central de muchos
actores políticos, desplazando inclusive a la identidad kirchnerista:
Ante la pregunta de cuál es la
identidad partidaria o ideológica con la que se siente más representado o
cercano, el 25% responde peronista, 14% PRO o macrista, 12% libertario, 8%
radical, 5% izquierda y solo 4% kirchnerista; 3% dice otra y 30% declara que no
se siente cercano a ninguna (…) Estos resultados significan un cambio respecto
de estudios similares realizados seis o siete años atrás. (…) En 2017, casi 20%
respondía kirchnerista y menos de 10% decía peronista.
Este regreso de la identidad
peronista constituye un sello de época muy visible en las redes sociales y en
los nuevos canales de streaming. Podemos observar que allí coinciden tanto
el nuevo «peronismo conservador» estilo Moreno (empeñado en el relanzamiento
del «peronismo de Perón» y de la vieja doctrina peronista) con sectores más
progresistas (como los del canal «Gelatina»). Dentro de esta misma tónica
podemos ubicar también una reciente intervención
mediática de Juan Grabois en la que, debatiendo con las posiciones de
Cristina Kirchner, sostuvo que la doctrina de Perón no era capitalista sino una
tercera posición más orientada hacia el socialismo.
Relanzar el progresismo
La instalación del sello
«liberal-libertario» y el regreso de la «marca peronista» señalan que la
Argentina entró de lleno en una etapa de reafirmación de identidades
político-ideológicas en la que los elementos doctrinarios, ideológicos y hasta
teóricos son puestos nuevamente sobre la mesa. En sí mismo, este es un hecho
positivo y necesario. Pero también entraña un peligro: que las voces progresistas
no formen parte de ese debate y queden sepultadas, especialmente en el marco de
un clima de época marcado por el «antiprogresismo».
Esta cuestión es independiente de
cualquier definición de táctica política que los sectores identificados con el
progresismo decidan adoptar. Sea por fuera o por dentro de espacios de unidad
con corrientes kirchneristas y peronistas, el gran riesgo de no dar la batalla
por una identidad progresista propia es el de la disolución político-ideológica
En esta línea, existen tres grandes
banderas político-ideológicas que es necesario defender y que requieren,
precisamente, seguir sosteniendo una identidad progresista que las englobe y
reafirme en el debate nacional (identidad que, por otra parte, tiene un
importante sustento internacional, con referencias como la Internacional
Progresista fundada por Bernie Sanders y Varoufakis o los movimientos europeos
como el Nuevo Frente Popular francés).
1) Los valores humanistas. En
una época en la que la crueldad y la deshumanización del otro son celebradas,
reafirmar una perspectiva centrada en los derechos humanos es una cuestión de
principios. Esto implica el desarrollo de una visión internacionalista,
antimperialista, anticolonial, antirracista, feminista y antipatriarcal,
antibélica, ambientalista y profundamente democrática. Y significa, también,
entablar una batalla sin cuartel contra las fuerzas de la extrema derecha que
son hoy el mayor peligro, tanto en América Latina como en Europa, Estados
Unidos y gran parte del mundo.
No se puede, en nombre de un
«nacionalismo antiglobalista», apoyar o siquiera minimizar el riesgo que
implica el avance de los partidos xenófobos y fascistoides: la principal tarea
es derrotarlos en todos los flancos. Tampoco se puede tirar por la borda a las
minorías y diversidades (de género, étnico-nacionales, etc.) en nombre de
supuestos «temas más importantes», porque nada es más importante que el derecho
de cada persona a existir.
2) El cuestionamiento al
capitalismo. Este es también un debate explícito con las fuerzas del campo
popular que, reivindicando la «justicia social» y la soberanía nacional,
plantean que el capitalismo es el mejor sistema posible. Pero la historia del
capitalismo demuestra una y otra vez que, más allá de su rol en el desarrollo
de las fuerzas productivas, es un sistema que genera inherentemente exclusión,
destrucción y una profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y el
poder.
Esto no significa que debamos tener
una visión ingenua o utópica: no se puede pasar por alto que los intentos de
superar el capitalismo fracasaron, que la enorme mayoría de las personas en el
mundo no consideran que un cambio sistémico sea posible o deseable, y que
ningún país puede sostener un nivel de vida digno en aislamiento de la economía
global (como lamentablemente demuestran los bloqueos de Cuba y Venezuela, en
situaciones de profunda pobreza). Está claro que debemos reflexionar y debatir
qué tipo de medidas económicas y sociales son posibles y convenientes en el
mundo actual, especialmente en países subdesarrollados como los de América
Latina.
Pero nada de esto significa
embellecer al capitalismo: de lo que se trata es de buscar siempre salidas lo
más colectivas, solidarias e inclusivas posible. Mientras el núcleo fuerte de
los valores y las concepciones capitalistas siga incontestado, más difícil será
que encontremos una solución a los problemas que el propio sistema genera.
3) La democratización en todos
los ámbitos. Sobre la importancia de la democracia en el régimen político
no es necesario agregar mucho, dado que es un punto compartido por todo
el campo popular. Pero la democracia por la que debemos pelear es una aún
más profunda, que también incluya las relaciones de fuerza entre los de abajo y
los de arriba y, más en general, de todos los ámbitos en donde se expresen los
intereses y puntos de vista de los sectores populares.
Esto quiere decir varias cosas. En
primer lugar, la necesidad de construir poder popular: fortalecer y expandir
los sindicatos, las organizaciones de la economía popular, del movimiento de
mujeres, estudiantiles, de derechos humanos, barriales, etc. Sin la
intervención activa de los de abajo, sin su impulso, su protagonismo y su
iniciativa, no hay forma alguna de torcer el brazo a los poderosos. Lejos de
jugar un rol de contención (como el que muchas veces juegan algunas
dirigencias), de lo que se trata aquí es de impulsar y desarrollar su
participación e involucramiento político.
En segundo lugar, es muy importante
la democratización del conjunto de las organizaciones sindicales, sociales y
político-electorales del campo popular. En todos esos ámbitos, los
representantes deben ser elegibles por el voto, se debe impulsar el pluralismo
político-ideológico, la libertad de expresión y crítica y la participación
activa de la bases. Las organizaciones verticalistas, la lógica de acuerdos
«por arriba» y el monolitismo son una traba para el desarrollo de una
democracia verdadera.
Un último punto (aunque no menos
importante) está relacionado con el perfil de las candidaturas del campo popular.
Nuestros representantes en las elecciones deben ser figuras honestas e
intachables, coherentes en su trayectoria y con los planteos del movimiento,
que se parezcan lo más posible a las bases a las que pretenden representar.
Estos puntos no solo son importantes en sí mismos, sino también por sus efectos
electorales: en tiempos de «rebelión contra la casta» es necesario construir un
perfil diferenciado de las viejas figuras de la política tradicional para
volver a ganar el respeto (y, con él, el voto) de los sectores populares.
Alejandro Kurlat. Historiador (Universidad de Buenos Aires)
*Lectura recomendada: ¿Por qué ganó Milei y cómo enfrentarlo?...
ENTREVISTA a Javier Balsa…por Martín
Mosquera
Fuente: Jacobin
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¿Por qué ganó Milei?, el nuevo libro de Javier Balsa, examina las causas detrás del ascenso de la extrema derecha, cuestiona explicaciones simplistas y ofrece propuestas para enfrentar con éxito al nuevo gobierno. ¿Por qué ganó Milei? Disputas por la hegemonía y la ideología en Argentina (Fondo de Cultura Económica, 2024), Javier Balsa examina las razones detrás del inesperado ascenso de la extrema derecha en Argentina, apoyándose en un exhaustivo estudio cuantitativo realizado entre 2021 y 2023. Puede leerse la introducción aquí.
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