Algunas empresas multinacionales son ahora más grandes y poderosas que
los Estados-nación. Si esas empresas fueran países, serían dictaduras autoritarias.
xiste desde hace tiempo una
caricatura derechista de cómo sería la vida en una sociedad socialista, que
suele parecerse a El cero y el infinito de Arthur Koestler o a 1984 de
George Orwell: la vida cotidiana está muy reglamentada; el Estado está centralizado
y es omnipresente; la disidencia y la libertad de expresión están severamente
restringidas; la vigilancia es panóptica y constante; se espera lealtad
absoluta de los ciudadanos que son disciplinados si se apartan de la línea del
partido; y las elecciones, si es que se celebran, son una farsa.
La gran ironía de este esbozo
distópico, dado quién tiende a invocarlo, es que su análogo más cercano en la
actualidad se encuentra en la moderna corporación multinacional.
Por su diseño, la corporación no es
una empresa democrática. Su gestión es jerárquica, sus imperativos son el
crecimiento y el beneficio, y su estructura es un sistema de clases de facto de
propietarios, directivos y trabajadores. Se podría argumentar que en los
primeros tiempos del capitalismo existía algo parecido al concepto de libre
empresa: empresas de diversos tamaños competían entre sí, e incluso las más
grandes eran empequeñecidas en tamaño e influencia por la mayoría de los
Estados nación. En la actualidad, las empresas más grandes del mundo no sólo
ejercen un poder monopolístico y una influencia política considerable, sino que
en muchos casos su capitalización bursátil supera el PIB de países enteros.
Una razón de peso: si muchas empresas
multinacionales fueran realmente países, serían dictaduras autoritarias más
despiadadamente eficientes que cualquiera de las existentes. En muchas de esas
empresas, los directivos ejercen un poder prácticamente ilimitado sobre sus
subordinados y, gracias a la tecnología moderna, practican cada vez más
técnicas avanzadas de control y vigilancia.
Pensemos en Amazon, donde, como Ken
Klippenstein, de The Intercept, informó en 2021, algunos empleados afirman que su
rendimiento está «tan controlado por el vasto arsenal de vigilancia de
empleados de la empresa que temen constantemente no alcanzar sus cuotas de
productividad». Varios informes confirmaron que las cuotas de la empresa son tan
estrictas que los trabajadores suelen orinar en botellas por miedo a perder
tiempo y enfrentarse a medidas disciplinarias o incluso al despido como
consecuencia de ello. El año pasado, Klippenstein informó además de que altos cargos de la empresa se
burlaban de una nueva aplicación interna de redes sociales para los
trabajadores que tenía un sistema incorporado de recompensas por comportamiento
correcto y bloqueaba una serie de palabras asociadas con el descontento o la
disidencia, entre ellas «queja», «aumento de sueldo», «compensación»,
«diversidad», «injusticia», «justicia», «sindicato» e incluso la palabra
«libertad».
Los sindicatos pueden actuar como
contrapesos al poder, a veces aterrador, que ostentan las direcciones. Por
desgracia, la mayoría de los trabajadores no tienen la suerte de pertenecer a
ellos. Gracias a la actual legislación laboral estadounidense, muchas
elecciones sindicales son tan democráticas como las que se celebran en las
repúblicas bananeras, y eso suponiendo que los trabajadores sean capaces
siquiera de iniciar una campaña sindical en primer lugar.
Gracias a las amplias prerrogativas
concedidas a la dirección, algunas empresas no se conforman con controlar el
comportamiento de los trabajadores en el trabajo y ahora pretenden controlar
también sus corazones y mentes. Un libro de 2012 del presidente del Metro Bank,
con sede en el Reino Unido, expone con detalle distópico este enfoque psicológico de las relaciones laborales,
señalando cómo la empresa intenta «desprogramar» a los nuevos contratados y
afirmando con nula ironía que «no tardan [ellos] en ver que nuestra filosofía
es mucho más que una declaración de misión corporativa: es una forma de vida».
Como escribió Abi Wilkinson en 2016, el resultado suele ser una avalancha de
«propaganda cargada de jerga sobre ‘valores corporativos; y actividades
humillantes e infantilizantes» a través de las cuales «los altos directivos
intentan moldear obedientes y dedicadas máquinas de servicio al cliente cuyo
trabajo se convierte en su propósito central en la vida».
La réplica inevitable a todo esto es
que el empleo es, en última instancia, voluntario: un empleado de Amazon al que
no le gusten las estrictas cuotas de trabajo o un cajero de supermercado que se
niegue a realizar el baile del espíritu de su empresa siempre puede encontrar un
empleo remunerado en otro lugar. Sin embargo, cuando la regulación laboral se
redujo al mínimo, y cuando un número cada vez más reducido de conglomerados
empresariales en constante expansión domina el mercado laboral, «en otro lugar»
a menudo resulta extraordinariamente familiar.
Para la inmensa mayoría de las
sociedades, la elección entre tener un trabajo o no tenerlo no es realmente una
elección. Las sociedades de mercado son también, por diseño, sociedades de
clases en las que una minoría posee los medios de producción y extrae plusvalía
de los trabajadores, mientras que un grupo mucho mayor produce para subsistir
mediante el trabajo asalariado. Enfrentados a la disyuntiva de morirnos de
hambre y quedarnos sin hogar o pasar la mayor parte de nuestra vida adulta
ganando un salario, la mayoría de nosotros optará por esta última opción aunque
las condiciones que imponga sean absolutamente horrendas. Puede que algunos
asciendan en la escala de clases o incluso se conviertan en propietarios, pero
la estructura básica permanecerá inalterada.
Esto es especialmente significativo
si se tiene en cuenta que algunas empresas tienen ahora un alcance
auténticamente mundial y se gestionan de hecho como dictaduras privadas cuyos
dirigentes viajan en superyates y habitan en un Xanadu posmoderno, mientras que los ciudadanos-trabajadores
se ven obligados a jurar lealtad y a orinar en botellas. El Gran Hermano te
vigila, y lo hace desde una oficina con aire acondicionado justo antes de irse
al picnic de empresa.
Fuente: Revista Digital Jacovin
Link de origen: AQUÍ
Traducción: Pedro Perucca
Luke Savage Redactor de Jacobin y
autor de i>The Dead Center: Reflections on Liberalism and Democracy After
the End of History.
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