Política y publicidad– Por
Horacio González, para La Tecl@ Eñe
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La
tecnología del diseño de imágenes publicitarias es lo que ha embargado a los
linajes provenientes de la forma política de dirigirse al todo social, tanto
para recrearlo como para escindirlo. La lógica de la publicidad de la mercancía
privada, se muta en el discurso total que abarca las lenguas de la política, la
economía y lo jurídico.
La historia de la publicidad es antigua, tanto como el deseo de
hacer conocer a otros las ventajas de lo que hacemos o pensamos. En ese
sentido, las inquietantes e inagotables ironías con que lanza Sócrates su
mayéutica, es una forma conversacional de la publicidad. Precisa de un
interlocutor que acepta en cierta posición de inferioridad los razonamientos
oblicuos e intrigantes de quien va conduciendo a los incautos hacia una verdad
que no conocían, a pesar de tenerla al alcance de la mano o en su balbuceante
intimidad. Para producir ese resultado, la adquisición de una verdad que podía
ser contraria a las convicciones sostenidas hasta ese momento, era preciso una
derrota sutil del desafiante, que restableciera la igualdad de un diálogo, pero
que fuera en verdad un combate inútil con ese socratismo victorioso que,
triunfante, no se jactaría de nada. Vencería haciendo a los demás, también
vencedores.
Que surgiera una verdad en el ida y vuelta de las tácticas
inquisidoras de Sócrates, no puede considerarse exactamente una retórica, pero
en el sentido amplio es también el afloramiento de un sentido o una pasión
nueva como efecto del uso de ciertos recursos previstos del lenguaje. Esos
recursos debían llamar la atención a los oyentes por el hecho de desacomodarlos
del habla común sin obligarlos a creer que lo que los sorprende es un uso
equivocado del lenguaje.
El político que dice “basta de retórica, vayamos a los hechos y
resolvamos concretamente los problemas”, es también el usuario de una retórica
que la niega para poder afirmarla. Usa el lenguaje para decir que no creamos en
el lenguaje. También el que dice que va a explicar todo con sencillez y para
que se entienda, usa un tipo de retórica que puede considerarse como de una
rusticidad deliberada. ¿El que no tiene conciencia que al declararse amigo de
la claridad absoluta y habla para que “todos entiendan”, es también un
retórico? Lo es en la medida que tiene una teoría sobre lo que es entender o no
entender, con la cual puede repudiar otras lenguas que le parecen lejanas o
propias de “sabios y competentes”, que pueden engañar peligrosamente pues
apabullan con sus retorcimientos e hipnotizan tramposamente a los aturdidos.
El sentido común tiene varios planos y en general es
autodefensivo. Los necesarios prejuicios de los que se componen las primeras
posiciones del que se dispone a entablar conversación, cobran tal importancia
que nunca se abren como corresponde. Es decir, un prejuicio es necesario en un
plano de la conciencia, que puede estar al inicio de un trato, pero así como es
seguro que aparece, no menos adecuado es que se vaya desvaneciendo a medida que
se perfeccione el convenio conversable. Está el caso de otros políticos que
afirman que no le llevan verdades premasticadas al común, sino que van solo a
escucharlos, en tributo a la fuente de donde emana lo colectivo en tanto
acercamiento a la verdad. Esa también es una conocida maniobra retórica, que no
significa mentira ni nada por el estilo, sino un prospecto habitual que tiene
una dimensión justa y democrática, que sin embargo puede dar lugar a anular las
necesarias incertidumbres que genera todo discurso público, pues sus
destinatarios saben otras cosas, no quieren cambiar de parecer o no están
abiertos a otros conocimientos. Y el político opta por decir “solo vengo a
escucharlos”. Así resuelve por la vía fácil lo que es el trato complejo de lo
político con lo aún-no-existente.
Porque el oficio del político es el de sumergirse en la esfera
pública con el deseo de mostrar su discurso, sus promesas de acción y su
capacidad de interesar a un sector definido de antemano o a un universo amplio
y no claramente discernible, a veces a “toda la nación”, no una región o el
barrio de una ciudad. Esto suena desmesurado, pero lo acompaña siempre la
modesta práctica de decirles “pueblo” a un grupo de personas reducido, que sin
embargo son un auditorio que por fugaz que sea, representa una “totalidad”
imaginaria. Pero imprescindible. Sabemos que al dirigirnos al pueblo-nación
queremos forjar formas unitivas u homogéneas. Pero solemos crear tempestades.
Otra fórmula que no trae conflicto en torno a lo popular solicitado, la
encontró Pepe Mujica, cuando a un conjunto de personas que lo escuchaba en un
acto, ocasión en que ocurría un gran chubasco, dijo comprensivo, “Pueblo, te
estás mojando”. La apelación describía una situación política de modesto
sacrificio, una épica posible.
El político en ningún caso se entrega a este oficio, sin pensar el
punto de equilibrio entre lo que supone tener como ofrecimiento y lo que ya
saben, o imaginan que quieren, los grupos o individuos a interpelar. El peso
del interlocutor nunca deja de existir, así como sería solo un demagogo si
dijera tan solo lo que sabe (o imagina) que se quiere escuchar. Este tema es
vastamente conocido en todos los países y en el nuestro, cuánto más. Cuando
aparecen distintas mediaciones entre el político y los distintos estratos
públicos (plebeyos, burgueses, empresarios o jugadores de bochas), rebajan su
importancia los reyes taumatúrgicos, los mesías campesinos, los jefes
dinásticos surgidos de palacios o catedrales. En cambio, cobra esencial interés
el modo de llegar con un cuadro dialógico eficaz a un público heterogéneo. El
problema no solo lo tiene el político que quiere interesar a trabajadores no
alfabetizados o sesgadamente instruidos en la lectura, sino los portadores de
símbolos de la cultura y el poder que se basan en el respeto que provocan sus
ornatos entre la plebe, lo cual reconoce el propio Mariano Moreno en su Decreto
de supresión de Honores. Los suprime, pero no a todos, por el temor de que cese
todo acatamiento ante la ausencia de los añejos símbolos asociados al mando.
La aparición de la imprenta, inspirada en una prensadora de vid, y
casi un siglo más tarde los periódicos, hace de estos una continuación y
perfeccionamiento de la agitación de ideas sociales, con artesanías que los
preceden, pero a nadie se le había ocurrido todavía que “el medio era el
mensaje”, pues faltaba mucho más de dos siglos para que tal cosa ocurriera.
Cuando Marx dirige La nueva gaceta renana en 1848,
hacía mucho más de un siglo y medio que las facciones políticas lo eran si se
constituían en un órgano de difusión. Esta verdad quedó consagrada en la idea
de Lenin, que fue quien la formuló con mayor precisión, en el sentido de que el
periódico era el armazón del partido, dándole la misma importancia, pero de
manera inversa a Hegel, que había dicho unas décadas antes que el periódico era
la oración matutina del burgués. La idea de “llevar ideas al pueblo” o que ya
todo está instalado en el “saber popular” acucia al político. Aquí se condensan
las dos posiciones contrapuestas que aun ejercen cierta influencia, a veces no
tan lejana, en los cálculos, procederes y arengas de los políticos.
Es bien conocida la idea que promocionó Lenin respecto a que había
una tendencia de espontaneidad y “empirismo” en la vida popular, con lo que la
idea revolucionaria debía aparecer “desde afuera” e ingresar en el cuerpo
social gracias a la pedagogía revolucionaria, agitación, propaganda, cursos
formativos y hechos en sí mismos ejemplares capaces de llamar la atención de
los pobladores. Y esto producido por un estrato especial de personas, llamados
militantes, revolucionarios, propagandistas, insurgentes, intelectuales,
líderes o sediciosos. En sus famosas autocríticas de los años 60, Lukacs dice
que un problema de su gran libro “Historia y conciencia de clase” fue el de
considerar al proletariado como una clase para-sí, con un índice apriorístico
de su conciencia histórica, considerada como algo siempre fijo a una totalidad
histórica. El error consistía en verlos de antemano como poseedores de una
misión histórica, porque también se lo pensaba a partir de una “conciencia
atribuida”. Por lo que vivían una vida teorética y no necesariamente
proletaria.
Cuando se le dice populismo al primer peronismo -es decir, a las
formulaciones que durante la década del 50 se hacen sobre esa identidad que
alude al mismo dador del nombre, el propio Perón-, varían un poco las cosas,
pero son cotejables. La “marcha peronista” lo dice, aludiendo al que “se supo
conquistar a la gran masa del pueblo”. Supone esta frase que también hay un
saber exógeno a la clase para-sí, pues ella no conoce enteramente su rol
histórico, por lo que hay que conquistarla, persuadirla, indicarle el camino.
Hay un venir de afuera, como décadas después la semiología argentina analizó
hablando de los “modelos de llegada” del peronismo a la arena social e
histórica. No obstante, la “doctrina” peronista, que se basa en lo que un jefe
es capaz de inculcar a sus seguidores, también contempla el caso de la ausencia
dramática del jefe, por lo cual la tarea pedagógica bien realizada consiste en
que cada uno “lleve el bastón de mariscal en la mochila”, con lo que se genera
la comunidad de iguales que pasa de tener un jefe, a poder imaginarlo siempre,
en presencia alegórica y no necesariamente empírica.
Abundan las leyendas en torno al fantasma huidizo
pero sobreviviente de los muertos ilustres. Ocurrió tanto con el Rey Sebastián
de Portugal en el siglo XVI como con Carlos Gardel. En “Bombo el reaparecido”,
Mario Santucho da ahora otra gran versión de la misma leyenda, con nuevos
personajes que ponen una cuña de nuevos desvelos para interpretar la historia
argentina reciente. O los sucesos de los años 70 pueden ser leyenda reaparecida
u objeto de un réquiem concluyente. En el primer caso, se reconstituye el todo,
momentáneamente acéfalo, siempre a partir de cualquier partícula náufraga,
aparentemente perdida, aunque fantasmal. En un sentido general, cualquiera sea
su modo narrativo, se trata de un populismo complejo, pues el centro de ese
sistema, el conductor, postula una totalidad que puede derruirse y luego
reconstituirse siempre partiendo de sus principios ya dados, ya que existiría
un pueblo enteramente inmanente a la doctrina homogénea que lo nombra. Lo que
lo conduce siempre actuaría como recreación imaginaria en su interior.
Existiendo la postura del fantasma que lo recorre, el todo puede sucumbir.
No obstante, todos estos problemas en torno a la
proveniencia del saber político en el juego entre las elites y el pueblo, con
lo complejo que siempre fue definir esta relación, ahora se ven totalmente
trastocados por la desagregación y extinción de todas las pedagogías políticas
conocidas hasta este momento. Y todo en nombre de un estallido de la moderna
pero antigua sociedad, pensada tradicionalmente en términos de clases o de
intereses agregados que se corresponden entre sí. Tal correspondencia sería
entre tipos de posición social con los tipos de creencia reivindicatoria que se
poseen. Estas equivalencias y parangones serían las que han sucumbido.
Jorge Alemán lo explica de este modo. “La
matriz discursiva no es una superestructura; es la materialidad donde se
sostiene la economía, las instituciones del Estado.” Por eso no es
posible “oponer la verdad económica al hecho discursivo. Justamente es
en esta época donde se puede confirmar que el capital se ha vuelto más
‘significante’ que nunca y se ha separado definitivamente de sus referentes,
pues la economía actual del neoliberalismo funciona como un discurso que no
encuentra otra cosa más que estabilizaciones parciales que cada vez son más
frágiles”. (En Capitalismo, crimen perfecto o emancipación).
Esta separación de lo que creemos que debemos creer
respecto de los referentes sociales de los que emanan los intereses, supone una
quiebra radical de la posibilidad de “atribuir” desde las concepciones
históricas que fuesen, ciertos objetivos específicos a los sectores sociales
que, en cuanto a los que son más desfavorecidos, tarde o temprano se
encontrarían con las descripciones más ecuánimes que reunifiquen los estados de
conciencias potenciales con los actos políticos que los desliguen de las causas
“capitalistas” de la opresión.
Se vivió muchos siglos creyendo que las formas de
conciencia se fusionarán en algún punto de la historia con el despliegue total
de sus ya auto-reconocidos intereses totales. Pero ya se ha visto que esta
noción de los grandes movimientos sociales del siglo XIX y XX no se ha
verificado. En cambio, se ha deshecho. En el campo de esa fractura entre
intereses y representación se sitúa ahora la esfera pública concentrada en una
lengua dominante de la intimidad, en la creencia en que hay sostenes posibles
para una autoafirmación del yo que pertenecería a un individuo egocentrado,
propietario de sus propias decisiones. Esta ilusión ha sido creada por el
avance drástico que ha tenido una nueva forma de la esfera pública, que se hace
pasar ahora por una interpretación del deseo emancipatorio individual.
Se trata de las tecnologías publicitarias
neocapitalistas como mercancía de las mercancías, como símbolo de los símbolos,
como supra lenguaje de entre todos los lenguajes. Sé que se trata de un tema
que merece más rigor explicativo, pero a falta de mejor cosa, ofrezco un par de
ejemplos. En la pantalla de lectura de cualquier texto que consultamos o
producimos en los más diversos sitios de la red, no solo aparecen publicidades
que de alguna manera u otra se refieren a nuestros intereses situacionales (de
ocio, lectura, viajes, itinerarios de vida colectados a través de los signos
que producimos con nuestro propio contacto reticular en esos instrumentos
denominados de conectividad) sino que también, si leemos un texto de una
publicación, cualquiera sea, se nos remite a temáticas parecidas producidas por
esa misma publicación, a través de los llamados links, que conciben un tipo de
lectura salteada, ramificada, cortajeada en innumerables pedazos temporales y
espaciales.
Esta disgregación de la atención es paralela al
desligamiento de los intereses sociales respecto de las distintas
representaciones que se asumen como realización del individuo que se imagina
autocentrado en su satisfacción real. Que coincide con una especie de
positivismo sobre su propio yo, consistente en el rechazo de toda reflexión,
reemplazada por siniestras fraseologías de apariencia invulnerable.
Se dirá que así son las tecnologías de las redes,
las saludamos dado que por suerte conforman u homologan una parte importante
del modo efectivo con el cual proceden nuestras operaciones mentales. Pero más
bien parecen el triunfo de la esfera de la publicidad ocupando casi por entero
la parte que antes se llamaba la esfera pública, fagocitada ahora por su prima
hermana que durante largos años fue astutamente minoritaria. Era la
“publicidad” lo que denominaba el cuerpo de difusión del interés empresarial y
lo “público” el cuerpo de interés respecto del trato o de los convenios políticos.
La primera nunca se atrevió a sustituir con tanta eficacia a la segunda. Ocurre
ahora una transmutación. La tecnología del diseño de imágenes publicitarias es
lo que ha embargado a los linajes provenientes de la forma política de
dirigirse al todo social, en este último caso tanto para recrearlo como para
escindirlo. La lógica de la publicidad de la mercancía privada, se muta en el
discurso total que abarca las lenguas de la política, la economía y lo
jurídico.
Se genera así un completo aparato de juzgar, que
actúa con técnicas sigilosamente invasivas. Vemos un programa político con
disquisiciones que nos parecen atinadas, pero en un corte aparece una
publicidad, por ejemplo, de los planes Trivago para elegir hoteles, con
personajes juveniles, felices, finamente hedónicos, conscientes de su libertad
para seleccionar lo que más le conviene solo apretando un botón, una consulta
en una pantalla igual a aquella en la que lo estamos observando, esperando que
vuelva lo que consideramos importante, el personaje político o actoral que
detentaría el sentido primordial de lo que esperaríamos escuchar. Pero lo
importante sabe que debe hacerse pasar por aquello que parece menos importante,
mientras esperamos lo que nos toleran que creamos que es más importante.
No sabemos todavía muy bien si nuestra capacidad
vital de abstraer, puede crear tabiques operantes en tal proliferación de
imágenes que nos solicitan, que vienen a nosotros porque nosotros ignoramos
relativamente de que raro modo las hemos también producido. No nos atrevemos a
imaginar cómo será la forma final del declive del “programa de las
instituciones públicas”, la inminente fusión del capitalismo digital con las
agencias de inteligencia. Estas a su vez mancomunadas con las de recaudación
fiscal, con las de circulación financiera, con los estudios de publicidad, y
ellos con las redacciones periodísticas, éstas con los servicios de escuchas
clandestinas y con los juzgados en cualquier instancia, y las redes convertidas
en meta mercancías de vigilancia que postulan la libertad de opinión, o estas
relativas libertades, que a su vez postulan aquellas vigilancias, y que todo
ello sea el horizonte en que operará de ahora en adelante la política.
Porque creemos que esto no debe ser así, es
conveniente comenzar a pensar que hacer política, consiste también en el
rescate de la política, incluso respecto de aquellos “aceleracionistas” que,
según postula Jorge Alemán, creen
admisible que provocar un optimismo libertario sobre “la disolución de lo
humano por los dispositivos de la inteligencia artificial”. Por mi parte, no me
parece concebible un accionar político, de lo político y sobre lo político, que
en su supuesta debilidad, crea que lo mejor es aliarse a la gran licuefacción
del lenguaje que antes se proponía “ir al pueblo” (o al revés, que creía que ya
que en lo popular existían las ideas fundantes sin más), reemplazado ahora por
una exterioridad total no solo ante lo que se sedimenta como franja de lo
popular, sino ante lo que se refiere a ella desde su exterior que lo repondría
en la historia, o desde su interior, que lo reafirmaría como sujeto iniciador
de una reparación colectiva por sí mismo.
Entonces, esa licuefacción o derretimiento del ser
político ocurriría como catástrofe si se piensa que el uso conexo de estas
plataformas del llamado “cognitariado” serán las operadoras de las revoluciones
tecnológicas al servicio de la emancipación. Pueden ser en cambio los que estén
más cerca de entonar el responso del fin de las pasiones políticas.
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