Fuente: Revista Sin Permiso
Por Samuel Hayat. Politólogo e
investigador
Es difícil no haberse visto sorprendido
por la aparición del movimiento de los Chalecos Amarillos. Todo es
desconcertante, incluso para los profesionales de la investigación y la
enseñanza de la ciencia política: sus actores y actrices, sus formas de acción,
sus reivindicaciones. Algunas de las creencias más ampliamente aceptadas son
puestas en cuestión, sobre todo las relacionadas con las condiciones de
posibilidad y de felicidad de los movimientos sociales. De aquí la necesidad, o
al menos la voluntad, de poner en claro algunas reflexiones nacidas de la libre
comparación entre lo que podemos observar del movimiento y nuestros
conocimientos sobre otros sujetos. A parte de las investigaciones sobre el
movimiento en curso, esperamos que el punto de vista indirecto que nos
proporciona la comparación con otros terrenos podrá aportar algo diferente
sobre lo que está sucediendo.
La situación
Las imágenes recogidas por los medios –y lo observado
personalmente- durante las acciones del 1 de diciembre han mostrado un París
nunca visto, ni en 1995, ni 2006, ni 2016, a pesar de ser, estos tres, momentos
en los cuales el espacio-tiempo habitual de las movilizaciones parisinas fue
profundamente deformado. Algunos han llegado a hablar de sublevación o de
situación insurreccional, es posible. Sin embargo, en nada se parece a lo que
pudo ocurrir durante las insurrecciones de 1830, 1832, 1848 o 1871. Todas estas
insurrecciones se producían en el barrio, poniendo en juego las
sociabilidades locales, un denso tejido relacional que permitía desplegar la
solidaridad popular. Pero el 1 de diciembre, el fuego prendió en el corazón del
París burgués, en el noroeste parisino que no había sido nunca hasta
ahora el teatro de tales operaciones. Lejos de ser llevadas a cabo por fuerzas
locales, erigiendo barricadas para delimitar un espacio de autonomía, estas
acciones fueron realizadas por pequeños grupos móviles, habitantes de otros
lugares.
Evidentemente, las sociabilidades locales juegan un rol
importante en la formación de estos grupos. No cabe más que observar fuera de
París para constatar la reapropiación colectiva del territorio, la formación de
relaciones duraderas… Pero el 1 de diciembre, esas solidaridades se desplazaron
a un espacio de manifestación más bien habitual: los centros del poder
nacional. Nos encontramos en un registro totalmente moderno. Al contrario de
los que hablan de jacqueries, se trata de un
movimiento nacional y autónomo,
retomando las categorías claves con las que Charles Tilly califica el
repertorio de acción típico de la modernidad. Pero las reglas de la
manifestación, fijadas de hace tiempo (situamos generalmente su formalización
en 1909), son ignoradas: no hay cortejo de manifestación, responsables legales,
recorrido negociado, servicio de orden, octavillas, pancartas, adhesivos… sino
una miríada de eslóganes personales escritos en las espaldas de los chalecos
amarillos.
No se respeta práctica alguna de
mantenimiento del orden, hemos podido observar como los profesionales de la
represión, a pesar de ser numerosos, de estar armados y entrenados, se vieron
desbordados, incapaces de asegurar incluso su propia seguridad, sin hablar de
la seguridad de bienes y personas. Podemos pensar que las fuerzas del orden no
aceptaran mucho tiempo esta situación y las violencias policiales, ya
abundantes, corren el riesgo de intensificarse, como el llamamiento a extender
el uso de la fuerza o aplicar el estado de emergencia. Este fracaso en el
mantenimiento del orden físico ha ido acompañado del fracaso aún mayor en el
mantenimiento del orden simbólico: un presidente de viaje a una cumbre
internacional, un gobierno inaudible (el precio a pagar por un poder personal
rodeado de cortesanos mediocres que no puedan hacerle sombra), el
pseudo-partido en el poder (LREM, La República En Marcha) ocupado el
mismo día en elegir un nuevo delegado general, como si no pasara nada.
Las vacilaciones del orden dejaron la ciudad en manos de los
manifestantes. Todo estaba permitido y es en el espacio que encarna el
privilegio donde se tomaron libertades más allá de las normas habituales de
utilización del espacio público. No lloraremos por los “familiares de los
escaparates”, sin embargo hace falta tomar la medida de la amenaza que esta
destrucción hace pesar sobre el poder: que el primer sábado de diciembre los
barrios donde se encuentran hoteles y comercios de lujo sean objeto de tales
excesos, forzando el cierre de los centros comerciales del bulevar Haussmann,
constituye un riesgo económico significativo. Si descentramos el foco de la
capital, la movilización ha sido ampliamente secundada por todo el país,
dificultando aún más el mantenimiento del orden, imposibilitándolo. Dejar que
la situación se descomponga hasta navidad –una tentación para las autoridades
antes del 1 de diciembre– es a partir de ahora imposible.
El trabajo de movilización
La sociología de los movimientos sociales hace tiempo que ha
desmentido a los y las creyentes en la espontaneidad de las masas. Detrás de
todo movimiento aparentemente espontáneo encontramos proyectos de movilización,
personas capaces de poner el capital militante al servicio de la causa,
recursos materiales y simbólicos así como competencias a menudo adquiridas
durante luchas precedentes… No hay revolución tunecina sin Gafsa, ni movimiento
15-M sin la PAH o Juventud Sin Futuro, no hay Nuit Debout
sin movilización contra la reforma laboral. ¿Actualizaremos este tipo de
genealogías para los chalecos amarillos? Es posible, pero
tendrán un escaso poder explicativo: la movilización ha echado raíces enseguida
y ha pasado al nivel nacional demasiado rápido como para poder interpretarla
como el resultado de un trabajo paciente de movilización por parte de las
organizaciones de los movimientos sociales, ni que fuera de manera informal.
Si bien es cierto que existe un trabajo de representación
del movimiento que lo hace existir como tal (“los Chalecos Amarillos”), este
trabajo está notablemente descentralizado, pasando por múltiples grupos locales
organizados a través de las redes sociales, por agregación mediática de
declaraciones diversas y por el trabajo de interpretación realizado por
periodistas, politólogos y sociólogos. La voluntad de imponer al movimiento
unos portavoces habilitados para negociar con las autoridades ha fracaso –por
el momento. Muchos comentaristas han criticado la supuesta incoherencia de los
motivos y los actores; al contrario, dada la fragmentación de su
representación, la unidad del movimiento es sorprendente. Unidad de acción,
solidaridad, consenso aparente sobre una serie de reivindicaciones, unidad
incluso en el ritmo de la movilización. La elección del chaleco reflectante
–prenda obligatoria para todo automovilista, que justamente tiene por objetivo
hacerlo visible– es particularmente afortunada y ha sido seguramente una condición
material de la rápida extensión de un símbolo unificado. Pero la decisión de
pasar a la acción y hacerlo con este vigor y coherencia no puede ser el simple
resultado de un emblema atrayente, del buen uso de las redes sociales, ni del
descontento, por muy grande y ampliamente compartido que sea. Las palabras de
descontento, rabia e insatisfacción son pantallas que nos impiden entender las
razones de la movilización –en el doble sentido de las causas y las
justificaciones que queramos dar. De lo que se trata es de encontrar una
explicación del movimiento que abarque al mismo tiempo su forma (su
descentralización, su radicalidad) y su fondo (las reivindicaciones).
Merece que le dediquemos algo de tiempo, justamente, a las
reivindicaciones. Sabemos poco sobre la manera en que han sido concebidas, pero
una lista de 42 demandas ha sido ampliamente difundida, tanto entre los grupos
de los chalecos amarillos como por los
medios de comunicación. Algunas de sus características más destacadas ya han
sido comentadas: están mayoritariamente centradas en las condiciones de vida,
más allá de la cuestión del precio de la gasolina; contienen posiciones contra
la libre circulación de migrantes; proponen cambios institucionales que
refuercen el control de los ciudadanos electos, situando su remuneración en el
nivel del salario mediano. Esta lista ha sido cualificada de “magma de
reivindicaciones heterogéneo”. Me parece, por el contrario, que se trata de un
conjunto de reivindicaciones profundamente coherente. Lo que le da su
coherencia es también lo que ha permitido a la movilización de los chalecos
amarillos enraizarse y durar: las reivindicaciones se centran en lo
que podemos llamar economía moral de las clases
populares.
La economía moral de los Chalecos Amarillos
El concepto de economía moral es bien conocido por los investigadores
en ciencias sociales]. Fue desarrollado por el historiador E.P.
Thompson para designar un fenómeno fundamental en las movilizaciones populares
del s. XVIII: la defensa que hacían de concepciones ampliamente compartidas
sobre lo que debía ser un buen funcionamiento, en sentido moral, de la economía.
Era evidente que ciertas reglas debían ser respetadas: el precio de las
mercancías no podía exceder demasiado su coste de producción, las normas de
reciprocidad eran preferibles al juego del mercado para regular los
intercambios, etc. Y cuando estas normas no escritas se veían amenazadas por la
extensión de las leyes del mercado, el pueblo se sentía plenamente en su
derecho de rebelarse, a menudo a iniciativa de las mujeres, sea dicho de paso.
El motivo era básicamente económico, pero no en el sentido habitual: no se
movían por intereses estrictamente materiales sino por reivindicaciones morales
sobre el funcionamiento de la economía. Encontramos revueltas similares en
Francia en la misma época e incluso más tarde: los mineros de la Compañía de
Anzin, por ejemplo, la mayor empresa francesa durante gran parte del siglo XIX,
regularmente hacían huelga para recordar a los patrones las normas que debían
según ellos organizar el trabajo y su remuneración, generalmente en referencia
a un antiguo orden de las cosas, en definitiva en base a la tradición.
La resonancia con el movimiento de los chalecos
amarillos es asombrosa. Su lista de reivindicaciones sociales
es la formulación de principios económicos esencialmente morales: es imperativo
que los más vulnerables (los sin techo, las personas dependientes…) sean
protegidas, que los trabajadores sean correctamente remunerados, que la
solidaridad funcione, que los servicios públicos estén garantizados, que los
defraudadores fiscales sean castigados y que cada uno contribuya según sus
posibilidades, resumido perfectamente bajo la fórmula empleada “que los grandes
paguen mucho y los pequeños poco” (Que les GROS payent GROS et que les petits payent
petit). Este llamamiento en defensa de lo que puede parecer el
sentido común popular no es tan evidente: se trata de decir que contra la
glorificación utilitarista de la política de la oferta y la teoría del derrame
tan apreciadas por las élites dirigentes (dar más a los que tienen más, “a los
primeros de la cordada”, para atraer capitales), la economía real debe fundarse
sobre principios morales. Ahí está lo que da fuerza al movimiento y el apoyo
masivo entre la población: articula, bajo la forma de reivindicaciones
sociales, principios de la economía moral que el poder actual no ha parado de
atacar explícitamente, incluso jactándose. De este modo la coherencia del
movimiento se entiende mejor, así como el hecho de haber podido prescindir de
organizaciones centralizadas: como pudo mostrar James Scott, el recurso a la
economía moral engendra la capacidad de actuar colectiva –una agency–, incluso
entre los actores sociales desposeídos de los recursos habitualmente necesarios
para la movilización].
Efectivamente, la economía moral no es únicamente un
conjunto de normas compartidas pasivamente por las clases populares. También es
el resultado de un pacto implícito con las clases dominantes y, por lo tanto,
siempre se encuentra inserto en las relaciones de poder. Ya en las clases
populares del siglo XVIII estudiadas por E.P. Thompson, esta economía moral
tenía rasgos profundamente paternalistas: se esperaba que quienes detentaban el
poder garantizasen el orden social –del que se beneficiaban–, a
cambio de que fuera globalmente aceptado. Pero si el dominante rompía este
pacto, entonces las masas podían, con la revuelta, hacer un llamamiento al
orden. Esto se puede observar en la huelga de los mineros de Anzin en mayo de
1833 (Émeute de quatre sous): los mineros protestaron contra la
bajada salarial, pero para ello se colocaron bajo la protección de los antiguos
patrones, apartados por los nuevos capitalistas al frente de la empresa,
cantando “¡Abajo los parisinos, viva los Mathieu de Anzin!”. Es poco decir que
las autoridades actuales han roto el pacto implícito, tanto por sus medidas
antisociales como por su constante desprecio hacia las clases populares del que
encima hacen alarde. La revuelta no surge de la nada, de un simple descontento
o de una agency popular indeterminada
puesta en movimiento espontáneamente. Es el resultado de una agresión del
poder, aún más violenta simbólicamente porque no parece reconocerse como agresión.
Y el presidente de la República, supuestamente representante del pueblo
francés, se ha convertido en la encarnación de esta traición, con sus
frasecitas sobre “la gente que no es nadie”, los consejos para poder comprarse
una camisa o para encontrar trabajo simplemente “cruzando la calle”. En lugar
de ser el protector de la economía moral, Emmanuel Macron no ha dejado de
atacarla, con una naturalidad desacomplejada, hasta convertirse en el
representante por excelencia de las fuerzas que se oponen a la economía moral,
es decir del capitalismo. Como anunció durante la campaña presidencial, a
propósito de la supresión del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna (ISF),
“no es injusto porque es más eficaz”: no sabríamos ilustrar mejor el
desconocimiento, ver el desprecio, por toda otra norma que no sea la de las
finanzas. Macron ha roto el pacto y es a él a quién se dirige la algarabía
nacional de estos momentos. Podemos pensar que terminará con una sangrienta
represión o con su dimisión.
La economía moral y la emancipación
Si bien sólo podemos desear que sea la segunda de las
alternativas posibles la que acabe produciéndose, tampoco podemos sobrestimar
las consecuencias que tendría tal acontecimiento. Las revueltas fundadas en la
economía moral no se transforman necesariamente en movimiento revolucionario,
dado que solo hace falta que el pacto sea restaurado para que la revuelta se
apague. En esto, la economía moral, si bien revela la capacidad colectiva del
pueblo y la existencia de un margen de autonomía real vis a vis de los
gobernantes, es de naturaleza conservadora. Su activación trastorna
temporalmente el funcionamiento habitual de las instituciones, pero lo que
persigue es antes que nada un retorno al orden, no una transformación
revolucionaria. Hay ahí algo a veces difícil de entender y formular: que un
movimiento sea auténticamente popular, enraizado en las creencias más
comúnmente compartidas, no lo hace un movimiento emancipador. Para retomar las
categorías de Calude Grignon y Jean Claude Passeron, creer que el pueblo no
puede actuar por sí mismo, que está siempre sometido a la dominación simbólica,
es una prueba de legitimismo y miserabilismo]. El movimiento de
los chalecos amarillos, por su fuerza,
espontaneidad, coherencia e inventiva, representa una negación flagrante y
bienvenida a los enfoques de este tipo. Sin embargo, hay que cuidarse de no
caer en el exceso inverso, lo que estos autores califican de populismo,
imaginarse que porque un movimiento es popular, ello significa que está en lo cierto,
personifica la autenticidad y el bien. No es tanto el signo de una revolución,
sino más bien un sobresalto frente a un verdadero deterioro de las
instituciones del gobierno representativo.
Porque lo que también revela el recurso a la economía moral
por parte de los chalecos amarillos es la
envergadura del desierto político instalado desde hace décadas. Que haya hecho
falta esperar a que el pacto implícito fundamental que ligaba gobernantes y
gobernados se rompa para que aparezca dicho movimiento, cuando desde hace
décadas el poder nos bombardea con medidas de seguridad y políticas
antisociales, muestra bien que las capacidades de movilización de las fuerzas
sindicales y políticas se han evaporado o que las formas adoptadas por sus
movilizaciones son inocuas. Para decirlo claramente, no es nada satisfactorio
que haya hecho falta llegar hasta aquí, hasta este punto de ruptura, para que
se produzca alguna cosa, y una cosa que adopta formas pre-modernas de la acción
colectiva, bajo formas ciertamente renovadas. Aquí está el límite, pero también
una importante lección, la de la pertinencia de la comparación entre los chalecos
amarillos y las revueltas surgidas de la economía moral: esta
comparación no debería ser factible dada la distancia que supuestamente separa
las condiciones políticas de estas situaciones, sin embargo dicha comparación
se nos impone con fuerza. La economía moral pertenece a épocas y espacios donde
no han actuado las formas de politización nacionales e ideologizadas de la
modernidad democrática, reposando sobre el enfrentamiento entre proyectos
políticos e incluso entre visiones del mundo opuestas. En este aspecto, el
movimiento de los chalecos amarillos es posiblemente
de otro tiempo. Pero dice mucho de nuestra época.
Esto tiene un coste que hace falta mesurar: los movimientos
fundados en la economía moral se inscriben en el recuerdo de una tradición, la
sumisión a un orden justo, pero también en el marco de una comunidad.
La economía moral es conservadora, no solo porque recuerda normas intemporales,
sino también porque relaciona entre ellas personas definidas por una
pertenencia común. De este modo, sus potencialidades de exclusión no son las de
la escoria de la que nos podemos fácilmente deshacer, se encuentran en el
centro del movimiento. Para tomar el ejemplo más flagrante, las
reivindicaciones contra la libre circulación de migrantes, por la expulsión de
extranjeros y, más aún, por la integración forzosa de los no nacionales (“vivir
en Francia implica hacerse francés (curso de lengua francesa, de historia de
Francia y de educación cívica con un certificado al final del programa)”), todo
ello es indisociable del movimiento, pues es la consecuencia lógica de la
aplicación de una economía moral que es antes que nada comunitaria, aunque ella
pueda luego ser trabajada por el movimiento en direcciones diferentes. La
economía moral es la proclamación de que las normas de una comunidad, no
entiende la lógica de la igualdad de derechos para los extranjeros, del mismo
modo que no reconoce los conflictos internos, en particular ideológicos. Este
último punto esclarece bajo otra luz el anunciado rechazo de los partidos. Es
cierto que se trata de un cuestionamiento del poder de los representantes a
favor de una reapropiación popular de la política. Pero también se trata del
rechazo del carácter partisano de la democracia, de la oposición entre
proyectos políticos diferentes, en beneficio de una unidad que sabemos bien que
se puede fácilmente transformar en “agrupación de odio alrededor de Aquel que
excluye”[.
El rodeo de esta comparación histórica con épocas superadas
podrá parecer poco convincente para comprender la situación en su
excepcionalidad. Tal vez sea simplemente un ejercicio intelectual. Pero puede,
por el contrario, ser revelador de ciertas características fundamentales del
movimiento actual: su improbable unidad, su arraigo popular, su carácter
amotinador pero también sus aspectos conservadores, anti-pluralistas y
excluyentes. Puede que también indique que nos encontramos al inicio de una nueva
época, que las condiciones de repolitización están presentes, fuera del marco
de los viejos partidos y de las viejas formas de la política
institucionalizada. En Anzin, los mineros no se quedaron en las huelgas
apoyándose sobre la economía moral. Con el contacto con las primeras fuerzas
socialistas y sindicales de la región, se apropiaron de las ideas y las formas
hasta convertirse en uno de los hogares donde surgió el anarcosindicalismo.
Algunos comités locales de los chalecos amarillos, lejos de permanecer
en la protesta en nombre de la economía moral, convocan a la formación de
comités populares y a la democracia directa, es decir a una emancipación
política radical. Nada está garantizado, todo queda abierto.
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