Lagarde y la bandera como escolta. Manuel Belgrano, su creador, deseaba una monarquía autóctona a través de un Rey originario debido a que dichos pueblos eran mayoritarios en número y densidad. Dos siglos después la idea de la monarquía vuelve, pero ni la monarquía ni el Rey son originarios y muy lejos están de ser mayoritarios...
Sinceramiento
y estupidez – Por Horacio González para La Tecl@ Eñe
Fuente:
Horacio González analiza el poder
simbólico de la puesta en escena que protagonizaron Christine Lagarde y Nicolás
Dujovne, realizada en el Consulado de Nueva York, uso de la bandera nacional
mediante, por el acuerdo del primer desembolso de 6.500 millones de dólares que
girará el FMI. ¿Fue un descuido poner la bandera argentina detrás de la figura
de Lagarde en el Consulado en Nueva York? ¿O una inconcebible manifestación de
cuáles son los poderes que ahora nos gobiernan?
¿Fue un descuido poner la bandera argentina
detrás de la figura de Lagarde en el Consulado en Nueva York? Se estaba
anunciando el acuerdo con el Fondo; el acto revestía, sino cierta solemnidad,
por lo menos un dramatismo de tono severo. En esos casos, un símbolo, como lo
es una bandera, adquiere inusual importancia. Decimos inusual, porque no
siempre una bandera adquiere la personificación de una referencia emotiva
subyacente. Muchas veces los más ritualistas nos advierten que “no es un mero
trapo coloreado”. Claro que no, pero es verdad que los símbolos descansan, se
ausentan o duermen en su mera condición material -mero producto textil-, si no
se los solicita. Hay símbolos porque siempre hay una materia a la espera de ser
investigada por causa de una significación específica. Significación en la que
una comunidad de lectores, espectadores o ciudadanos concuerda a fin de hacer
posible un sentimiento de reunión. En él, se ejercen los derechos del blasfemo,
el hereje, el devoto, el escéptico o el catecúmeno.
Tomada la imagen de frente, Lagarde en primer plano y la bandera
argentina detrás, es la clásica escena institucional que ritualiza un poder de
naturaleza diáfana y explícita. Se presenta esa figura como respaldada por un
símbolo, acatándolo, interpretándolo o sintiéndose ritualmente sostenida por
éste. Cuando a propósito del tema que sea, conferencias de dos presidentes de
países -hasta puede ser de clubes de fútbol-, se ponen en una mesita las
insignias a las que pertenecen ambos personajes, se trata de esclarecer que hay
más que dos personas sentadas. Habría allí un halo representacional, una
aureola que acecha con una silente evocación de recato y responsabilidad.
No hace falta ser entendidos en lo que
significa un símbolo como pacto entre conjuntos humanos que regulan una deuda
-cualquiera sea-, a través de un signo convenido. ¿Qué deuda se tiene con una
bandera? Es una parte constituida como señal estipulada de reunión en nombre de
un enjambre indefinido de memorias, descifrables de un modo u otro, o bien, en
lo inmediato, indescifrables. En este último caso también podemos decir que se
presenta el caso de la apatía ante el símbolo. Ocurre regularmente -y de alguna
manera es necesario que ocurra-, pues el símbolo nace con una obligación
devocional. Pero cuando los vemos en establecimientos oficiales de todo tipo,
asociados a cánticos rituales o regimentaciones salutatorias de carácter
militar, la habitualidad del símbolo lo hace peligrar. Se convierte en un signo
displicente como cualquier otro del paisaje, una mesa, una copa, un árbol.
O en otros casos, puede haber una bandera
diseñada como objeto de unción, pero que tenga una fuerza congregatoria
inferior a la de una ventana o un almacén. Véase en la letra de “Sur”, de
Manzi, cuando dice “La esquina del herrero barro y
pampa, tu casa, tu vereda y el zanjón y un perfume de yuyos y de alfalfa que me
llena de nuevo el corazón”. La esquina, la vereda, etc.,
resuenan en una voz interna que busca enhebrarse en el pasado, en algún hecho
cuya significación otorgue una dádiva a cada objeto, convertido en símbolo. Es
decir, en una ausencia real torna presencia metafísica. Suele hablarse en
contra de la metafísica de la presencia, pero en este caso, es de la presencia
de una ausencia de lo que estamos hablando.
Es por eso que los símbolos (los patrios, los escolares, los
familiares, los domésticos, los deportivos, los religiosos) tienen que vivir
necesariamente la vida del objeto despojado de rareza, habitando neutralmente
una secuencia de símbolos parecidos. Puerta con puerta, ventana con ventana,
una igual a las otras, indefinidamente. Hasta que encontramos “nuestra
ventana”, la que pertenece, esa ventana -o “vidriera”-, que fue motivo de mi
espera amorosa, que tiene carácter de herida nostálgica irrecuperable. Ya
nunca me verás cómo me vieras, recostado en la vidriera, esperándote. Y así esa
vidriera escapa de la serie, y como diría el estimable Benjamín, se convierte
en un objeto con “aura”.
El símbolo vive siempre varias vidas, la de
inmersión en la ignorancia colectiva y su recuperación para el significado
tenso -porque un símbolo es siempre una tensión espiritual-, y entonces será
una expresión que se presentará como resurrecta, insurrecta, o recobrada por el
tiempo que sea necesario, para la veneración, la religiosidad o la irreverencia
política. Por eso también, un simple “trapo”, que es un residuo impotente como
rezago ya descartado, de repente se convierte en “guía y bandera”, conforme sea
repentinamente elegido por quienes no tienen otra cosa a mano para indicar el
modo en que se elaboró un deseo colectivo. En la película “Tiempos modernos” de
Chaplin esto ocurre con la bandera roja de “peligro” que olvidaron unos obreros
que reparaban el pavimento, y Charlot quiere alcanzárselas mientras pasa una manifestación
de huelguistas, con los que él se confunde. El banderín rojo pasa entonces a
ser otra cosa. Siempre una cosa tiene su reverso, el sello o insignia, por un
lado, y por otro, un trapo. Su reverso despectivo se complementa con la
fidelidad que le inspira a otros. El símbolo une y divide, conjuga y desata,
desarma y sangra.
El macrismo llama
sinceramiento a un imposible. Que el mundo se despoje de símbolos. Que cada
cosa sea cada cosa. Que incluso una puesta en escena -el famoso colectivo, la
entrada “casual” a una pizzería-, revelen sus falaces condiciones de
producción. Como el paisaje está despojado de signos singulares -quizás
reemplazados por una “señalética”, derivación globalizada de la extenuación
general de los nombres-, cada cosa toma un lugar que será objetiva y
subjetivamente desactivado. Importan solo las relaciones abstractas, partes de
una ley cuyo desciframiento nos es imposible, por eso ocasionalmente puede
revestirse de una simulación de diálogo igualitario de lo “Grande” con lo diminuto.
¡Entra de sorpresa el Presidente a la casa de una familia abismal, pero al
parecer arquetípica! Allí lo desmesurado y lo ínfimo se entrechocan al modo de
una casualidad, pero al estar todo preparado de antemano, también se desea que
esto se sepa. Conclusión: el fin de las simbologías, de las creencias, de los
signos pasionales, de la diferencia entre lo artificial y lo vital, de la
separación entre el objeto simbólico vivo y el objeto simbólico dormido, vuelto
a su condición de naturaleza. Todo eso al macrismo se le escapa porque vive en
el reino dañoso del desinterés por los vínculos entre el lenguaje y el mundo,
que nunca encajan entre sí dando lugar a la curiosidad como origen al
conocimiento. Esto no lo saben. El macrismo anula ambos aspectos de la existencia,
aniquila símbolos y hace de las finanzas un mundo natural, un estado de
naturaleza hobbesiano cuya única salvedad es la desesperación inadvertida para
transformarlos en una conversación del Nombre poderoso con el plebeyo
sorprendido. “¿Usted por aquí señor Presidente?” ¡Qué estúpidos! Y encima, bajo
el arquetipo platónico de la Sinceridad, el visitante les segrega que “por el
momento no les irá bien”. Es la sinceridad del daño y el daño de la sinceridad.
La expresión vendepatria había sido olvidada o poco utilizada en
los últimos tiempos. Parecía una formulación innecesaria, acaso excesiva, no
apta para el caballeresco debate. Sin embargo, al verse la bandera argentina
respaldando los dichos de Lagarde, esa voz fondomonetarista se convierte
simbólicamente en dominio ineluctable sobre un país, que pierde así su autonomía
moral e intelectual, además de lo sabido, su soberanía económica, las
decisiones propias sobre la moneda. “Clarín” se dio cuenta de lo que esto
significaba. Por eso, la misma imagen la toma oblicuamente, de modo que la
bandera, por el ángulo lateral elegido, se confunda con la figura del
desdichado Dujovne. Pero vista toda la escena desde una composición frontal,
faltaba el Busto de la República para que ese fuese un acto central de la
Conducción Estratégica del país. Una señora profesional y amable como la
describió Macri. Ella quizás no quiso ese exceso de simbologías porque como los
funcionarios vicarios de este gobierno, tampoco creerá en ellas.
Pero las naciones tienen esa cuerda literaria
y social que son sus ritos, fastidiosa y reprobable en muchos de sus usos, pero
por eso mismo, voz interna de un comienzo de grito colectivo cuando reviven en
un ramalazo de alerta general. La indiferencia macrista…. ¿Qué importaba que
esa bandera estuviese cubriendo el enjuto cuerpito de una Cortesana que es más
poderosa que un presidente? ¿Quién podría importarse de ese detalle, si ya
teníamos el préstamo adicional, que sensatamente hay que interpretar como una
condena, pero festejar como un éxito? Llaman trofeo victorioso a una
catástrofe. Pero de repente miramos bien, y sí importa. El símbolo se excita,
se despoja de su distracción protocolar, y se convierte en un llamado para
todos aquellos que aún no perdieron la facultad de enfurecerse por estos
menoscabos inauditos. Y en mudez de mueblería y casa de menaje -madera, paño y
mástil-, el símbolo masculla para el que quiera oír, que oiga. Y dice una y
otra vez… ¡vendepatrias!
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